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Portada » Condenas sin razones: cómo el Supremo convirtió «datos» en delito y asestó un golpe judicial

Condenas sin razones: cómo el Supremo convirtió «datos» en delito y asestó un golpe judicial

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By Su Autor on noviembre 22, 2025 Justicia
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Por: José Manuel Rivero. Abogado y analista político

La decisión del Tribunal Supremo de condenar a Álvaro García Ortiz por un delito de revelación de secretos —imponiéndole multa de 7.200 euros y dos años de inhabilitación para ejercer el cargo de Fiscal General del Estado— exige una lectura fría, rigurosa y completa. No solo por la trascendencia institucional de quien resulta condenado, sino porque la forma, el lenguaje y la secuencia procesal desplegados por el tribunal vulneran principios estructurales del derecho penal y comprometen la credibilidad misma del sistema jurisdiccional.

Desde el inicio llama la atención una anomalía impropia de un Estado de derecho: la resolución pública difundida el 20 de noviembre de 2025 contiene únicamente el fallo, pero no su motivación íntegra. Se ha adelantado el castigo antes que las razones. Y la motivación de una sentencia no es un apéndice burocrático: es la garantía constitucional que permite verificar que los jueces han aplicado la ley con arreglo a la prueba, la lógica y los principios consagrados en el artículo 120.3 de la Constitución Española. Privar temporalmente a la sociedad y a la comunidad jurídica de esa explicación mina la transparencia y, sobre todo, abre espacios a interpretaciones que el propio tribunal debería evitar. Esta anticipación del pronunciamiento antes de la publicación de la sentencia íntegra constituye una anomalía procesal, que no tiene justificación plausible en una causa donde se condena al Fiscal General del Estado, dado que únicamente la parte dispositiva adquiere eficacia ejecutiva, mientras que los fundamentos jurídicos y la motivación detallada —elementos esenciales para valorar la solidez del razonamiento judicial— permanecen pendientes de conocimiento público.

En el núcleo de la cuestión está el problema terminológico, y aquí es donde la decisión del Supremo se revela como jurídicamente inaceptable. El artículo 417.1 del Código Penal tipifica de manera estricta la revelación de «secretos» o «informaciones de las que tenga conocimiento por razón de su cargo y que no deban ser divulgadas». La norma exige una cualidad jurídica precisa: que el contenido posea carácter de secreto legalmente establecido y que exista un deber normativo de reserva previamente determinable. Sin embargo, en el avance público del fallo, el Tribunal Supremo sustituye esa expresión legal por la fórmula genérica de «datos» o «datos reservados». Este desplazamiento semántico no es un matiz interpretativo: es una alteración sustancial del tipo penal que expande indebidamente el ámbito de la punibilidad, desdibuja el principio de taxatividad y erosiona la exigencia de certeza que impone el derecho penal garantista.

La discrepancia entre ambos conceptos no es meramente formal, sino estructural y de relevancia penal directa. El Código Penal requiere que el objeto material del delito consista en «secretos» o «informaciones expresamente protegidas» por norma legal o reglamentaria que establezca su carácter reservado. El fallo anticipado, en cambio, menciona «datos reservados», sin acreditación pública de que ostenten la condición jurídica de secreto ni de que exista norma que imponga deber legal de reserva sobre ellos. El concepto de «datos reservados» es notablemente más amplio, difuso e indeterminado que el de «secretos» exigido por el tipo penal. Su empleo comporta el riesgo de criminalizar conductas que no alcanzan el umbral de lesividad requerido por el artículo 417.1 del Código Penal, vulnerando la seguridad jurídica y la función de garantía del tipo penal.

Este estiramiento conceptual, sin una argumentación accesible y verificable en la motivación, deja a la vista algo más que una diferencia hermenéutica: pone en cuestión la neutralidad de la decisión. Cuando se modifica el significado de la norma aplicable para hacerla coincidir con los hechos, y no al revés, se activa un riesgo flagrante de arbitrariedad. La doctrina penal mayoritaria y la jurisprudencia consolidada del propio Tribunal Supremo subrayan que la tipicidad penal exige la concurrencia de un objeto material jurídicamente calificado y un deber normativo previo e identificable. La utilización del término genérico «datos» en lugar de «secretos» o «informaciones legalmente reservadas» constituye una interpretación extensiva o analógica in malam partem, expresamente prohibida por el principio de legalidad penal consagrado en el artículo 25.1 de la Constitución Española: nullum crimen, nulla poena sine lege stricta.

Pero el problema no se agota en la sustitución terminológica. El artículo 417.1 del Código Penal exige que la información revelada «no deba ser divulgada», lo cual presupone la existencia de una norma —ley orgánica, ley ordinaria, reglamento o resolución judicial— que establezca expresamente ese deber de reserva. El fallo anticipado no identifica norma alguna que respalde esta obligación en el caso concreto, generando un déficit de subsunción típica. El deber de reserva constituye un elemento normativo esencial del tipo penal. Su ausencia, o su falta de fundamentación normativa expresa, genera un déficit de tipicidad objetiva que debería impedir la subsunción de la conducta en el precepto aplicado. Este deber de reserva no puede presumirse: debe estar previamente establecido, ser determinable y ser conocible por el sujeto activo. De lo contrario, la sanción penal incurriría en responsabilidad objetiva o en aplicación retroactiva encubierta de la norma.

La revisión del contenido de la nota pública emitida por la Fiscalía Provincial de Madrid el 14 de marzo de 2024 refuerza esta conclusión. Dicha nota describe hechos de naturaleza esencialmente procesal: la presentación de un escrito de conformidad por la defensa del investigado Alberto González Amador, la interposición de una denuncia ante el Juzgado de Instrucción, y la respuesta formal del Ministerio Fiscal al letrado defensor. Se trata de información que, en su mayor parte, era o habría sido formalmente accesible al público en el marco del procedimiento judicial, conforme al principio de publicidad procesal consagrado en el artículo 120.1 de la Constitución Española y en el artículo 234 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. La nota no contiene comunicaciones internas del Ministerio Fiscal, ni instrucciones confidenciales sobre estrategia investigadora, ni datos personales sensibles que estuvieran amparados por una norma específica de reserva. Por tanto, resulta cuestionable que pueda calificarse como información que legalmente «no deba ser divulgada» en el sentido exigido por el tipo del artículo 417.1 del Código Penal.

La parte dispositiva de una sentencia penal —el fallo— debe ajustarse estrictamente a los términos del tipo penal aplicado. Esta no es una exigencia formal o académica, sino una garantía constitucional básica del principio de legalidad. No es admisible que la condena se fundamente en la revelación de «datos reservados» cuando el artículo 417.1 del Código Penal exige la revelación de «secretos» o «informaciones que no deban ser divulgadas». Esta divergencia no es baladí: implica que la conducta sancionada no coincide exactamente con la conducta típica descrita en la norma penal, lo cual constituye una vulneración directa del principio de legalidad penal y de la exigencia constitucional de tipicidad estricta. El fallo debe contener necesariamente los elementos normativos del tipo penal que se aplica, no términos genéricos o sustitutivos que amplíen indebidamente su ámbito de aplicación.

Hoy todo ello aparece, además, encadenado a un itinerario procesal errático que no puede ser ignorado. Como ha documentado el periodista Ernesto Ekaizer, la investigación osciló de la nota pública de la Fiscalía a correos internos y regresó después a la primera, pese a que, en una fase anterior, magistrados del propio Supremo consideraron que la nota «aparentemente» no contenía información indebidamente revelada. Esa mutación del objeto de imputación revela una causa que se fue adaptando sobre la marcha, con vacíos probatorios relevantes —como la ausencia de pruebas directas de filtración tras el borrado de los terminales— y una apuesta final por convertir un comunicado institucional en el eje de la condena. La propia admisión de la causa fue producto de una reorientación interna: según ha revelado Ekaizer, la magistrada ponente Susana Polo inicialmente no estaba de acuerdo con abrir causa contra García Ortiz por la nota informativa, pero el presidente de la Sala Penal, Manuel Marchena, la persuadió de que el caso girase en torno al correo filtrado y no a la nota. Paralelamente, la misma Sala que admitió la causa contra el Fiscal General rechazó las querellas contra la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, por unas declaraciones que también podrían haber sido consideradas revelación de información reservada, sin encontrar novedad alguna en sus manifestaciones.

Todo este andamiaje de ingeniería jurídica, ensamblado por piezas que no encajan con naturalidad en la estructura del tipo penal, no puede ser ignorado. Su acumulación produce un efecto inevitable: el procedimiento se aleja de la estricta racionalidad jurídica y se aproxima peligrosamente a una lógica de oportunidad. Y cuando el razonamiento penal se flexibiliza precisamente en la causa seguida contra el Fiscal General del Estado, el mensaje que emite el Tribunal Supremo no es estrictamente jurídico, sino político. La sustitución de «secretos» por «datos reservados» y la ausencia de identificación del deber normativo de reserva plantean un riesgo evidente de ampliación indebida del tipo penal, especialmente grave al aplicarse a un cargo de máxima relevancia institucional. La criminalización de conductas mediante interpretaciones extensivas o analógicas vulnera frontalmente el principio nullum crimen sine lege stricta y socava la confianza en la función jurisdiccional como garante último de los derechos fundamentales.

No se trata simplemente de que la interpretación adoptada sea discutible; es que, en su conjunto, la concatenación de anomalías —textuales, procedimentales y probatorias— proyecta la imagen de una justicia que actúa en clave política, no doctrinal. El resultado es un fallo que, aun revestido de forma judicial, produce un impacto institucional más propio de decisiones orientadas a moldear el escenario político: desplazar al máximo responsable del Ministerio Fiscal mediante una condena sustentada en bases conceptuales forzadas y un procedimiento deficitario en transparencia. Este riesgo se acentúa en contextos de alta polarización política, donde la aplicación del Derecho Penal puede percibirse —con fundamento, en este caso— como instrumento de confrontación institucional.

Ese es el núcleo del problema: no la discrepancia sobre hechos o la valoración del comportamiento de García Ortiz, sino la constatación fundada de que el derecho penal ha sido utilizado como un instrumento al servicio de un fin que trasciende el comportamiento concreto enjuiciado. La justicia penal, cuando se convierte en terreno de ingeniería argumental para justificar decisiones institucionalmente sensibles, deja de ser justicia y se transforma en actor político. Un tribunal supremo que flexibiliza un tipo penal, altera el significado de los conceptos clave establecidos por el legislador, adelanta un fallo sin motivación íntegra, reconfigura sobre la marcha el objeto de imputación y culmina con la inhabilitación del Fiscal General del Estado está participando de forma directa en la arquitectura política del país. No como árbitro neutral, sino como actor que altera el equilibrio institucional mediante una decisión que excede la estricta lógica jurídica.

Si la sentencia íntegra, cuando se publique, no identifica con precisión qué norma establecía el deber de reserva sobre la información divulgada, ni acredita que dicha información constituía un «secreto» en el sentido jurídico-penal del término, estaremos ante una condena que carece de la necesaria subsunción típica. En tal caso, no se trataría de una cuestión interpretativa discutible, sino de una aplicación del Derecho Penal que vulnera frontalmente las garantías constitucionales del imputado y, lo que es más grave, sienta un precedente peligroso para la actuación de cualquier autoridad pública: la posibilidad de ser condenado penalmente por revelar información sin que previamente se haya identificado con claridad y certeza el deber normativo de reserva vulnerado.

Ante este panorama, la publicación inmediata y completa de la motivación de la sentencia no es meramente determinante para valorar la corrección técnica del fallo: es la única forma de verificar si efectivamente se ha respetado el principio de legalidad penal o si, por el contrario, nos encontramos ante una condena construida sobre una interpretación extensiva inadmisible que transforma «datos» en «secretos» sin la debida fundamentación normativa. El Tribunal Supremo tiene la responsabilidad —y el deber— de demostrar que el razonamiento jurídico que sostiene el fallo se ajusta a la ley, a la prueba y a los principios constitucionales. De lo contrario, el daño a la confianza pública no será un efecto colateral, sino la consecuencia directa de una decisión tomada con un andamiaje argumental incompatible con el rigor que exige un Estado democrático.

Hasta entonces, la anticipación del fallo sin motivación pública genera una incertidumbre jurídica incompatible con la seguridad jurídica que debe presidir cualquier condena penal, especialmente cuando afecta al máximo representante del Ministerio Fiscal. Penalizar la gestión informativa de un órgano público sin un razonamiento pleno y comprensible no afecta solo al condenado. Afecta al Estado de derecho en su conjunto. Y cuando ese efecto no es accidental, sino el resultado de un diseño judicial que revela una intencionalidad política orientada a incidir en la gobernabilidad del país, la palabra que corresponde no es otra: golpe judicial.

 

 

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