Por: José Manuel Rivero. Abogado y analista político
Cincuenta años después de la muerte del dictador fascista y criminal Francisco Franco, el 20 de noviembre vuelve a sacudir la política española. La Sala Segunda del Tribunal Supremo ha anunciado la condena del Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, por revelación de datos reservados. Dos años de inhabilitación, multa de 7.200 euros, indemnización de 10.000 euros a Alberto González Amador y costas procesales. No existe aún publicación de sentencia redactada con motivación. Se publicará en los próximos días. Lo anunciado únicamente es el verídico condenatorio o fallo.Lo anómalo no es tan solo el desfase: es la decisión de anunciar el fallo precisamente hoy, cuando la carga simbólica multiplica el peso político del gesto.
El juicio había revelado la debilidad extrema de la acusación. Los periodistas de El Diario, Cadena SER, La Sexta, El País y El Confidencial negaron haber recibido filtración alguna de García Ortiz; uno de ellos incluso acreditó haber accedido al correo antes de que llegara al Fiscal General. La UCO rebasó los límites temporales autorizados en el volcado digital de los dispositivos electrónicos del Fiscal General, contaminando la prueba. Los indicios no superaban el umbral mínimo para descartar explicaciones alternativas. Por eso tanto la Fiscalía como la Abogacía del Estado pidieron la absolución. La lógica jurídica apuntaba a un destino inequívoco: la absolución; la lógica del poder ha impuesto otro.
La condena se dicta por una mayoría de cinco magistrados —Marchena (con el que el Partido Popular pretendía controlar el Tribunal Supremo “por la puerta de atrás”), Martínez Arrieta, Berdugo, Del Moral y Lamela— frente a las dos magistradas progresistas que han anunciado voto discrepante. Susana Polo, ponente inicial, fue desplazada tras quedar en minoría. Ese reparto no es anecdótico: explica la orientación del veredicto y el momento elegido. El tribunal actúa no como poder sometido a la ley, sino como actor que interviene directamente en el curso político del país. La jurisdicción se convierte en palanca.
Los hechos recientes muestran la funcionalidad de esta maniobra. Ayer se supo que la pareja de Isabel Díaz Ayuso había adquirido el ático situado sobre su vivienda en pleno avance de las actuaciones fiscales contra González Amador, en una fase que podía deteriorar gravemente su posición procesal. La condena al Fiscal General ofrece ahora un argumento inmediato para impugnar, por nulidad, actuaciones previas invocando vicios en la actuación de la Fiscalía en su contra, por persecución institucional. El foco se desplaza y el problema político de Ayuso queda amortiguado por un golpe de mayor envergadura.
A la vez, las detenciones en Almería del presidente de la Diputación y del presidente provincial del PP por presunta corrupción, que en circunstancias normales habrían marcado la agenda durante días, han quedado relegadas a un plano irrelevante. El fallo del Supremo las neutraliza de un instante, reordenando la conversación pública de forma favorable a la oposición ultraconservadora, representada por el Partido Popular y Vox.
La decisión anunciada sin motivación opera también como mensaje a la prensa. Al condenar a un Fiscal General por hechos vinculados a información que los medios ya manejaban —y contra el testimonio unánime de los periodistas—, el Supremo abre la puerta a una lectura penal de las relaciones entre fuentes institucionales y profesionales de la información. Es una advertencia indirecta, una forma de disuasión que busca condicionar y amordazar no solo a quienes informan, sino a quienes fiscalizan el poder.
La elección del 20-N ilumina un trasfondo que nunca desapareció. La forma de actuar revela la persistencia de un aparato judicial que no fue verdaderamente depurado, una estructura que mantiene una cultura interna convencida de su condición de garante del orden y superior al principio democrático. No se trata de herencias simbólicas, sino de continuidades materiales: una autoridad no electa que se siente facultada para corregir el rumbo del país. Es un cesarismo judicial que interviene cuando percibe que el equilibrio político se desplaza.
El veredicto, conocido antes que su motivación, cumple así su función: debilita al Gobierno, desplaza escándalos que afectan al principal partido de la oposición y reorganiza el escenario narrativo del país. La sentencia, cuando llegue, vendrá cuidadosamente armada en lo técnico, pero nada de ello alterará lo esencial: la intervención política se ha producido ya con el anuncio del fallo.
La democracia no retrocede por derrumbe súbito, sino por acumulación de anomalías. Este 20-N deja una de las más graves: un poder judicial que actúa, en nombre del Rey, abiertamente como actor político, que se siente autorizado para orientar el curso institucional y que ejerce su influencia sin rendir cuentas al principio democrático.
Franco murió hace cincuenta años. Su aparato judicial, en cambio, nunca fue desactivado del todo. Y hoy ha recordado que aún mueve piezas decisivas.
España necesita instituciones sometidas a la ley y al control democrático. Lo que ha recibido hoy es exactamente lo contrario: un gesto de fuerza, un mensaje, una advertencia. La motivación llegará. Pero el golpe —el golpe blando— ya está en marcha.

