Por: José Manuel Rivero. Abogado y analista político
El pasado 27 de octubre, un juez de instrucción belga hizo pública una carta abierta dirigida a la Comisión de Justicia del Parlamento. Desde Amberes, uno de los principales puertos de Europa, el magistrado describía, sin eufemismos, un escenario devastador: el crimen organizado ha penetrado los aparatos del Estado hasta convertirlos en herramientas de su propio poder. Aduanas, prisiones, cuerpos policiales y despachos judiciales forman parte de un entramado donde la corrupción ha dejado de ser una excepción para convertirse en el método de gobierno. El juez no hablaba de teorías: detallaba funcionarios cooptados, investigaciones saboteadas, expedientes filtrados y una judicatura que ya no puede ejercer sin protección armada. En el corazón mismo de Europa, la justicia se ve forzada a mendigar amparo para sobrevivir.
Este fenómeno en Bélgica dista de ser un caso aislado; es la manifestación de una enfermedad continental. En España, las rutas del narcotráfico reproducen la misma lógica de infiltración. Galicia, Cádiz, Levante y, con intensidad creciente, las Islas Canarias, funcionan como nodos estratégicos de redes que abastecen el mercado europeo de droga y capitales ilícitos. Los alijos de dimensiones industriales interceptados en puertos canarios y costas atlánticas son apenas la superficie visible de un sistema integral de transporte, almacenamiento y blanqueo, que opera con cobertura logística, financiera y política. La historia reciente es elocuente: la connivencia entre las élites políticas y las tramas del narcotráfico ha dejado huellas indelebles. Las fotografías que en su día vincularon al actual líder del Partido Popular con Marcial Dorado —empresario gallego luego condenado por narcotráfico— no son una anécdota del pasado, sino un síntoma de la proximidad estructural entre el poder político y el capital ilegal. Una cercanía socialmente tolerada y mediáticamente amortiguada, que constituye el proceso mismo de legitimación del poder criminal en el seno de las instituciones.
Este poder no actúa en la sombra: opera a plena luz, integrado en los circuitos legales de la economía. Se infiltra en las instituciones, financia campañas, compra voluntades, orienta decisiones y manipula la información. Ya no se trata de una corrupción individual, sino de la captura estructural del Estado. Los Estados europeos —debilitados por décadas de privatización, austeridad y sumisión al capital financiero— se han vuelto porosos a estas tramas que fusionan dinero ilícito con legitimidad legal. El resultado es una nueva forma de dominación, donde la ley sirve de envoltorio al crimen y la impunidad se convierte en un derecho adquirido de los poderosos.La Unión Europea, que se autoproclama garante de valores y transparencia, ha construido un mercado perfecto para la circulación de capital y un espacio imperfecto para la rendición de cuentas. Ha legislado para la libre movilidad del capital, pero ha omitido su fiscalización efectiva. En este vacío, las redes mafiosas han florecido con la naturalidad de quien encuentra un terreno abonado: mueven millones, compran empresas, financian partidos y colonizan instituciones sin que nadie asuma la responsabilidad política.
El poder criminal no se limita a corromper: administra. Administra recursos, silencia disidencias, influye en nombramientos y modifica equilibrios de poder. Se sienta a la mesa del Estado, negocia con él, lo financia y lo disciplina. Los escándalos de corrupción en el Parlamento Europeo, las injerencias de lobbies extranjeros o el trato de favor favor judicial otorgado a Nicolás Sarcozy no son anomalías, sino la expresión de una estructura de poder compartida entre capitales legales e ilegales.
Cuando la justicia ya no se dobla ante la ley, sino ante el capital criminal, el derecho se transforma en un instrumento de legitimación del saqueo. Se invierte así el sentido de la norma: de escudo del ciudadano pasa a ser armadura del delincuente de alto rango. La erosión institucional resultante alimenta la desafección social, y de esta brotan dos caminos: la resignación impotente o la tentación autoritaria. En ambos casos, el desenlace es idéntico: el desmantelamiento del principio democrático.
El juez de Amberes no clamó por un moralismo abstracto; reclamó soberanía efectiva. Su carta no denuncia la debilidad coyuntural de la justicia, sino su subordinación estructural. Denuncia que el poder criminal —financiero, empresarial, político, mafioso— ha dejado de operar contra el Estado para operar desde su interior. Y que los mecanismos de control han sido vaciados de contenido o capturados por las mismas fuerzas que deberían vigilar.
Mientras los contenedores de droga siguen llegando a los puertos canarios, mientras las tramas financieras blanquean capitales en los circuitos legales europeos, mientras los jueces mendigan seguridad y los Estados normalizan la coexistencia con las mafias, Europa asiste impasible a su propia degradación jurídica y moral. No se trata de una crisis repentina, sino de la consecuencia lógica de una larga cesión de soberanía ante el dictado del dinero.
El juez belga ha encendido la alarma. Si se opta por ignorarla, no será por desconocimiento, sino por complicidad. Porque el poder criminal ya no es una amenaza externa al sistema: es la forma contemporánea que adopta el poder mismo.

