Por: José Manuel Rivero. Abogado y analista político
El domingo 9 de noviembre de 2025, The Wall Street Journal publicó un reportaje que bien podría leerse como un guión de ciencia ficción, de no ser porque constituye una advertencia histórica. Titulado “Los bebés genéticamente modificados están prohibidos. Los gigantes tecnológicos intentan crear uno de todos modos”, el texto revela cómo una empresa de San Francisco, financiada por poderosos inversionistas de Silicon Valley —entre ellos Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, y Brian Armstrong, cofundador de Coinbase—, trabaja de manera discreta para lograr el nacimiento del primer bebé genéticamente modificado. El propósito declarado es prevenir enfermedades hereditarias; el real, oculto bajo el velo de una supuesta filantropía científica, es intervenir la naturaleza humana para seleccionar, jerarquizar y diseñar.
No estamos ante una mera curiosidad científica ni una excentricidad de laboratorio. Lo que el artículo expone es la reactivación de una obsesión ancestral del poder económico: la fabricación de seres humanos “mejorados”, más inteligentes, más aptos, más útiles. Se trata, en realidad, de la reedición —con instrumental digital y capital financiero— del mismo proyecto ideológico que el siglo XX conoció en su expresión más brutal: el nazismo. Aquella idea de una humanidad dividida biológicamente entre quienes merecen existir y quienes no.
El nazismo fue, desde su origen, una empresa del capital. Las grandes corporaciones estadounidenses financiaron a Hitler no por error, sino por cálculo. Ford, IBM, General Motors, Standard Oil y otras vieron en el Tercer Reich la oportunidad de reorganizar el capitalismo tras la crisis de 1929, eliminando la resistencia obrera y estableciendo un modelo de control total sobre la producción, la vida y la muerte. Josef Mengele, con sus experimentos sobre gemelos y prisioneros en Auschwitz, no fue una aberración aislada, sino la expresión biológica de esa lógica de dominación: la conversión de la ciencia en instrumento de terror.
Hoy, en otro contexto histórico, Silicon Valley recoge ese legado con nuevos instrumentos. Los laboratorios del Valle no usan gas ni uniformes, sino tecnologías de edición genética como el CRISPR, que permite cortar y modificar el ADN con una precisión inédita. Lo que ayer se imponía con violencia física y selección racial, hoy se promueve con ingeniería genética y selección embrionaria. Pero el objetivo es el mismo: controlar la reproducción humana, clasificar los cuerpos y decidir quién será más apto, productivo y rentable.
A esto me refiero cuando hablo de una violencia molecular. Ya no se trata de la agresión abierta que destruye cuerpos visibles, sino de una agresión silenciosa y perversa que actúa en lo más íntimo de su estructura biológica. Es una violencia que penetra el código de la vida y lo somete a los intereses del mercado. Donde Mengele operaba con bisturí y tortura, el capital contemporáneo lo hace con secuenciadores y algoritmos. La crueldad es la misma, solo que más refinada, eficaz y difícil de reconocer. Se trata de la colonización de la vida desde sus cimientos.
Esta nueva ingeniería humana no busca solo evitar enfermedades; pretende intensificar la explotación de la fuerza de trabajo. Si en la era industrial el capital se apropió del tiempo y el esfuerzo del trabajador, en la biotecnológica ambiciona apropiarse de su propia constitución biológica. El cuerpo se convierte en una extensión del proceso productivo: optimizado, programado, evaluado. La “mejora genética” no es un acto de benevolencia científica, sino una inversión en la productividad futura de los cuerpos. El objetivo es fabricar individuos más funcionales al sistema: más dóciles, competitivos y resistentes.
El nazismo clásico exaltaba la raza; el neonazismo biotecnológico exalta la eficiencia. Ambos, sin embargo, comparten la misma raíz: la subordinación total de la vida a los imperativos del capital. Lo que antes se justificaba en nombre del “progreso de la civilización occidental”, ahora se celebra como “avance científico” y “libertad de elección”. La retórica ha cambiado; la estructura de poder, no.
En este nuevo mercado, la vida se convierte en mercancía y la herencia genética en producto. Portales de internet ya ofrecen comparar embriones según su “potencial de inteligencia” o su “riesgo” de padecer ciertas enfermedades. El futuro se representa en gráficas, y el ser humano se reduce a un código. En nombre de la ciencia, se reinstala el principio que el mundo juró desterrar en Núremberg: que la vida de algunos vale más que la de otros.
El neonazismo de laboratorio se presenta con rostro amable, discurso tecnocrático y promesas de progreso. Pero su núcleo es idéntico: la voluntad de poder sobre la vida. Lo que el capital no puede controlar mediante salarios o leyes, ahora busca dominarlo desde el ADN. La biología se ha convertido en el nuevo campo de batalla de la dominación de clase.
El riesgo no es solo ético o jurídico, sino civilizatorio. Si el capital logra monopolizar la ingeniería genética, la desigualdad económica se transformará en biológica. Pero su raíz de clase no desaparecerá; se profundizará hasta el código mismo de la vida. La herencia de clase se inscribirá en la herencia genética, sellando un nuevo orden de dominación donde la biología será el rostro renovado de la explotación. La historia estaría cerrando un círculo que comenzó en los hornos de Auschwitz y podría culminar en los laboratorios de Silicon Valley.
El artículo del Wall Street Journal no describe un futuro posible, sino un presente en marcha. Uno donde el viejo sueño del nazismo —el control absoluto de la vida humana— regresa con ropajes de innovación tecnológica. La humanidad enfrenta una disyuntiva decisiva: permitir que la vida se convierta en propiedad privada o afirmar, con todas las consecuencias, que la dignidad humana no se edita, no se programa y no se vende.
Es aquí donde se vuelve urgente recuperar el sentido más profundo de la palabra Humanidad. Porque lo que está en juego no es la evolución biológica, sino la condición moral y social del ser humano. El capital, en su fase biotecnológica, intenta quebrar el último refugio del espíritu humano: la idea de que la vida pertenece a todos, no a unos pocos. Frente a esa agresión, la única respuesta verdaderamente civilizatoria es la que levanta el socialismo: una ciencia al servicio del pueblo, una tecnología guiada por la justicia y una política que coloque al ser humano en el centro de su proyecto histórico.
Como afirmó Fidel Castro, “Socialismo es Humanidad”. No una consigna, sino una definición ética y política para la civilización futura. En un mundo donde la biología se ha convertido en campo de batalla, el socialismo representa la defensa última de lo humano frente a su conversión en mercancía. Es la afirmación radical de que ningún algoritmo ni capital puede arrogarse el derecho de decidir quién merece nacer, quién debe ser “mejorado” o quién puede ser descartado.
Lo que está en juego no es el destino de la especie: es la supervivencia de la Humanidad.
— José Manuel Rivero
Abogado y analista político

