Por: José Manuel Rivero
En Canarias se libra una guerra silenciosa. No se oyen disparos, pero las víctimas se cuentan por miles. No avanzan columnas de tanques, pero las grúas siembran el territorio como si fueran artillería pesada. No hay soldados en el frente, pero sí rentas abusivas, decretos y licencias que expulsan, despojan y condenan a los nuestros. Es la guerra del capital contra la vida cotidiana, la batalla del mercado contra el derecho a existir en la tierra que nos vio nacer.
En Guanarteme, el frente de esa guerra se materializa en los andamios. Donde antes resonaba el bullicio del vecindario, hoy solo suena el martilleo implacable de la especulación. Cada edificio nuevo que surge encierra una historia rota, una familia desplazada, una memoria arrancada de cuajo. El barrio, que fue comunidad, se convierte en un mero decorado para quien pueda pagar la vista al mar, un escenario vacío de vida pero lleno de transacciones.
En Triana, la panadería Miguel Díaz, esa que llevaba más de un siglo ofreciendo pan y humanidad, agoniza bajo la losa de una “legalidad” que el poder pronuncia como si fuera justicia, pero que tantas veces huele a cemento y a intereses creados. Un establecimiento que formaba parte del alma del barrio se convierte de repente en un “obstáculo” para la ciudad del consumo. Así mueren las raíces, sin estruendo, bajo el peso de una norma sin corazón.
Mientras, en Las Torres, el pueblo se alza. Vecinos que han comprendido que cada desahucio, cada subida de alquiler, cada “plan urbanístico” es parte del mismo plan de fondo: expulsar al pobre, domesticar la protesta y vaciar de pueblo los barrios. Y en el sur de Tenerife, Cuna del Alma se erige en el símbolo perfecto de este tiempo: un proyecto que lleva en su nombre justo lo que destruye —el alma— y en su lógica lo que perpetúa —la venta total del territorio.
Todo esto no son episodios aislados, sino los signos inequívocos del Armagedón canario: el del territorio vendido, el de los barrios sitiados, el de la memoria expulsada. Nos dicen que es progreso, pero es desposesión. Nos hablan de inversión, pero es saqueo. Nos prometen modernidad, pero es el regreso a un feudalismo del capital, donde los nuevos señores no viven en castillos, sino en resorts.
La turistificación no solo transforma el paisaje; transforma el alma de los lugares. Convierte el pan en lujo, la vivienda en negocio, el vecindario en recuerdo. Borra los olores, los acentos, las costumbres. Y cuando eso ocurre, lo que desaparece no es solo un barrio, sino la posibilidad misma de comunidad, el tejido que nos hace un pueblo.
Pero no todo está perdido. Aún hay quienes resisten. Los vecinos de Guanarteme, los que defienden la memoria de Triana, las familias de Las Torres, las voces y la lucha incansable del sur de Tenerife. Son ellos quienes mantienen viva la conciencia de que Canarias no está en venta. De que el territorio no es un bien de mercado, sino la expresión viva de un pueblo. De que el progreso no puede medirse en rentabilidad, sino en dignidad.
El verdadero Armagedón no es el del fin del mundo, sino el del fin de la justicia, de la memoria y del pan compartido. Y ante ese Armagedón, el pueblo canario tiene una tarea histórica: resistir, organizarse y recuperar su destino. Porque aún hay tiempo. Porque aún hay conciencia. Porque cuando un pueblo se levanta para defender su tierra, ningún Armagedón puede vencerlo.

