Por: José Manuel Rivero.
El viraje ideológico del Partido Popular trasciende una mera deriva coyuntural. Lejos de ser una fluctuación táctica, representa la cristalización de una estrategia estructural orientada a rearticular el bloque histórico de la derecha española bajo una forma abiertamente neofascista. Bajo el ropaje del liberalismo económico y una retórica de respeto institucional, el PP ha reconstruido metódicamente los mecanismos de hegemonía que sostienen la dominación de una tríada de poder: el capital financiero, la oligarquía mediática y los vestigios del poder eclesiástico. Su discurso moralizante, la apelación al orden y la defensa de una concepción excluyente de nación son las formas contemporáneas de un proyecto reaccionario cuyo fin último es reinstaurar la obediencia social y bloquear cualquier posibilidad de transformación progresista del Estado.
Pero esta reconstrucción del bloque neofascista no responde solo a dinámicas internas. Se inscribe en un proceso más amplio de recomposición del poder de las clases dominantes en Europa, ante las graves crisis institucionales, socioeconómicas y de legitimidad que atraviesan las potencias centrales de la Unión Europea —especialmente Francia y Alemania—, golpeadas por la pérdida de hegemonía global del bloque imperialista occidental frente a la emergencia del Sur global, el fortalecimiento del eje euroasiático (China y Rusia) y el avance de proyectos soberanistas en América Latina y África. En Francia y Alemania, estas crisis se traducen en el ascenso de fuerzas autoritarias y de extrema derecha —Le Pen y sus aliados, AfD— que refuerzan la capacidad del bloque dominante para contener la desafección popular. En este contexto de declive imperial y descomposición del consenso neoliberal, el neofascismo se erige como una salida de emergencia para preservar la dominación del capital europeo, mantener su capacidad de proyección mundial y asegurar la continuidad del proyecto imperial de la Unión Europea bajo nuevas formas autoritarias. España, bajo la dirección política del PP, se convierte así en un laboratorio periférico de esa estrategia continental: reforzar el poder de las clases dominantes y blindar su hegemonía ante la creciente desafección popular y el agotamiento del modelo neoliberal.
Esta estrategia se manifiesta con claridad en el ámbito internacional. La negativa del PP a condenar el genocidio en Gaza no es un simple acto de diplomacia; es un alineamiento explícito con el bloque imperialista liderado por Estados Unidos y la OTAN, para quienes Israel funciona como punta de lanza del control geoestratégico en Oriente Medio. Esta complicidad se complementa con la ofensiva descalificadora contra la Flotilla humanitaria, cuyos participantes son tildados de agitadores por el aparato mediático conservador, en perfecta sintonía con el discurso occidental que criminaliza la solidaridad internacionalista. Paralelamente, la invocación insistente de una ETA inexistente cumple una función análoga: fabricar un enemigo interno que justifique la expansión del aparato represivo y mantenga viva la cultura del miedo como herramienta de cohesión social.
El supremacismo que impregna el discurso del PP trasciende lo simbólico para materializarse en políticas concretas. Su enfoque migratorio y su silencio cómplice ante las tragedias humanas en las fronteras expresan un racismo estructural que reactualiza la lógica colonial. No se trata solo del horror cotidiano en el Mediterráneo, sino también de la letal ruta atlántica hacia Canarias, un cementerio marino para miles de africanos que huyen de una miseria generada por las mismas relaciones económicas que España contribuye a sostener. La criminalización del migrante, presentado como amenaza o carga, cumple una función precisa: fracturar al pueblo trabajador y desviar la atención de las responsabilidades de clase. En este sentido, el PP y Vox son las dos caras de un mismo proyecto supremacista que idealiza una Europa blanca, cristiana y jerárquica, opuesta al “caos” del Sur global.
En el frente interno, esta estrategia se refuerza mediante un ataque frontal a las leyes de Memoria Histórica y Democrática, tachadas de instrumentos de revancha. La oposición a la reparación de las víctimas del franquismo revela la profundidad de su vínculo con el pasado autoritario: la dictadura franquista no es para ellos una herida abierta, sino una herencia gestionable. Al negar el derecho a la memoria, el PP busca erradicar la raíz de reformismo democrático que pretendió dar sentido a la transición, neutralizar la conciencia crítica de las nuevas generaciones e imponer una narrativa donde víctimas y verdugos se diluyen en la abstracción de una “reconciliación nacional”. Este revisionismo histórico opera como una herramienta de legitimación: quien controla el pasado, controla el presente.
La misma lógica autoritaria explica su apoyo a la conformación de un contrapoder judicial derechista. Incapaz de acceder por vía parlamentaria al gobierno general del Estado, el PP instrumentaliza la estructura judicial como un ariete para bloquear, desgastar y eventualmente derrocar al gobierno de coalición. La partidización del Poder Judicial, evidente en la parálisis del Consejo General del Poder Judicial y en la filtración a medios afines de decisiones judiciales de claro contenido político, constituye una peligrosa mutación del Estado de Derecho hacia un “Estado de venganza”, o como el escritor y periodista Ernesto Ekaiser ha definido: “Estado judicial”. El objetivo no es la defensa de la legalidad, sino la conquista del poder político por el Partido Popular a través de medios alternativos: la guerra judicial como sustituto del debate democrático.
Este patrón se repite en el plano socioeconómico. La alianza del PP con Vox y los grandes intereses empresariales (CEOE) consolida la unión entre el neoliberalismo y el neofascismo posmoderno. La privatización sanitaria, la externalización de servicios públicos y la mercantilización de derechos básicos se enmascaran como eficiencia o libertad de elección, cuando en realidad son mecanismos que reproducen desigualdades y subordinan la vida al beneficio privado. Las muertes en las residencias de ancianos de Madrid durante la pandemia no fueron un accidente; fueron el resultado directo de una concepción utilitarista de la vida, donde el costo humano es una variable económica asumible.
El anticomunismo militante del PP, amplificado por los medios afines y fundaciones como FAES, cumple una doble función: borrar la memoria de las luchas obreras y desacreditar cualquier alternativa socialista, especialmente las procedentes del Sur global. Su hostilidad hacia las revoluciones cubana y bolivariana se explica por el desafío que suponen al orden neocolonial, comportándose, cínicamente como plañidera por la “democracia”. Detrás del desprecio late el miedo: el temor a que los pueblos demuestren que la independencia económica y la justicia social son posibles fuera del control de las metrópolis. Este supremacismo cultural impregna la política exterior española, que sigue tratando a América Latina y África como espacios subordinados, meras fuentes de recursos y mano de obra, y no como interlocutores soberanos.
La construcción de este bloque reaccionario se sostiene sobre un entramado mediático que legitima la desigualdad, demoniza la disidencia y presenta la protesta como una amenaza. Así, el PP ha logrado transmutar su crisis de legitimidad en una ofensiva cultural: manipula los sentimientos de miedo y abandono de sectores populares despolitizados, canalizándolos hacia el nacionalismo excluyente, el racismo y el anticomunismo. Cuando la hegemonía neoliberal se agota, la derecha recurre al autoritarismo como sustituto del consenso. En última instancia, la función histórica de este bloque neofascista es garantizar la estabilidad del orden capitalista europeo en su fase de crisis, reforzando el poder de las clases dominantes frente a la creciente desafección popular y la erosión del consenso neoliberal.
Frente a este proyecto, la respuesta no puede limitarse a la indignación moral. Es imperativo reconstruir una contrahegemonía que devuelva a la política su contenido popular y emancipador; que una a trabajadores autóctonos y migrantes; que defienda la memoria como campo de batalla ideológica y que desenmascare la función de clase del aparato judicial y mediático. El desafío consiste en recuperar el sentido de comunidad frente al individualismo mercantil, y oponer a la violencia simbólica y material del neofascismo una cultura política basada en la solidaridad, la justicia y la soberanía popular.
En definitiva, el Partido Popular encarna hoy la restauración del viejo orden bajo formas renovadas. Su combate exige una respuesta que no se limite a la resistencia, sino que se articule como un proyecto alternativo: una afirmación ética y política de los pueblos frente al supremacismo y la barbarie neoliberal, frente al olvido planificado y la manipulación mediática y judicial. Solo así podrá abrirse, en el corazón mismo de España, un horizonte verdaderamente democrático y popular. Y, por supuesto, republicano.