Por: Santiago Pérez
El cóctel de ignorancia y descodificación moral que exhiben obscenamente cada vez más dirigentes de una derecha española, completamente ultraderechizada, es pavoroso.
A propósito de la cuestión del aborto, se están presentando como los máximos, casi los únicos, defensores de la vida humana algunas personajas y personajes que apoyan simultánea y descaradamente la matanza que está perpetrando en riguroso directo , y ante los ojos del Mundo, el gobierno Netanyahu y sus valedores y cómplices en gobiernos y grandes corporaciones económicas.
No seré yo quien reste importancia a la complejidad que entraña la interrupción voluntaria del embarazo desde las perspectivas moral y jurídica.
La protección de la vida humana como valor, el más importante valor moral y el bien jurídico más relevante, confluye con derechos de libertad de la mujer y con otros derechos suyos en el campo de la salud. Y, en muchos supuestos, hasta con sus deberes y los de su familia respecto a la crianza y educación de los hijos que ya se han tenido, deberes que pueden estar en el origen de la decisión de interrumpir un embarazo. Por eso, cuando hay confluencia o conflicto de valores la ponderación entre ellos es inexcusable. También para el legislador.
Dicho lo cual, no tengo la menor duda de que una legislación que despenalice la interrupción del embarazo, sea la anterior legislación de “supuestos” o la vigente legislación de “plazos”, no obliga a ninguna mujer a abortar. Y sí, por el contrario, contribuye a erradicar la gran hipocresía que ha rodeado el debate sobre el aborto a lo largo del tiempo. Porque seamos claros: la persecución y el castigo del aborto como delito, que estuvieron vigentes en España hasta prácticamente anteayer, no impidió nunca que se practicaran abortos. Pero sí estableció una terrible discriminación de carácter social y económico entre las mujeres que decidían abortar o se veían en la necesidad de interrumpir el embarazo.
Las que tenían recursos abortaban en condiciones adecuadas en el extranjero o en clínicas privadas en nuestro propio país, en este caso a precios exorbitantes (ya se sabe: suele ser el sobreprecio de la ilegalidad). Si era un secreto a voces que había Agencias de Viajes para ir a abortar a Londres, todo incluido.
Y las que carecían de medios económicos se veían obligadas a ponerse en manos de amañados o amañadas que practicaban abortos clandestinos, sin las más elementales condiciones sanitarias y poniendo en gravísimo riesgo la salud y la vida de las mujeres.
Y a esa realidad, que uno tuvo la experiencia estremecedora de conocer por razones profesionales, había que ponerle fin. Era esa realidad la que el legislador democrático tenía que afrontar sin demora. Porque el peso de la ley en una sociedad laica y democrática no debe ser, en ningún caso, una herramienta para imponerle a los demás las propias convicciones morales. Que es lo que no entenderán nunca el conservadurismo político ni un conservadurismo religioso acostumbrado desde hace siglos a imponer los dogmas de la “religión oficial del Estado”. Y, cómo no, el PP recurrió sucesivamente ante el Tribunal Constitucional las dos normas reguladoras de la interrupción del embarazo. Por fortuna, sin éxito.
Y vienen a ser los mismos sectores conservadores que predican la defensa de la vida humana frente a la legalización del aborto, los que manifiestan ahora la más repugnante indiferencia, respecto al genocidio de Netanyahu o a las muertes de los migrantes en medio del mar (hay que hundir el Open Arms, sin ir más allá). La obscenidad llega a tal nivel, que Ayuso y Vox -que tanto monta- han llegado a llamar perroflautas a los activistas que se incorporaron a la Flotilla humanitaria y a acusar a Ana Colau de irse a dar un baño a las islas griegas.
Porque las mujeres que morían como consecuencia de los abortos clandestinos eran pobres. Y porque las víctimas del Genocidio de Netanyahu y de tantas guerras olvidadas, y los migrantes que naufragan y perecen a diario en el mar, no son de raza blanca.
A buen seguro que si las personas de raza negra vinieran hacinadas en las bodegas de barcos esclavistas y apresadas con grilletes no les pondrían ningún pero; porque, ya se sabe, business is business.
En fin: han sido y siguen siendo pura expresión de supremacismo racista y clasista, y empapadas de la más repugnante hipocresía, las proclamas de quienes en realidad no defienden la vida humana: su oposición a la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo y su indiferencia, cuando no explícita complicidad, con el genocidio que se está cometiendo en Gaza o con los migrantes que pierden su vida en el mar, o su propósito de derogar cuando puedan la legislación de interrupción voluntaria del embarazo, y entre tanto de dificultar su aplicación, dejan bien a las claras que la vida de los seres humanos de raza negra o de piel oscura y las vidas de las mujeres de condición humilde que, hasta anteayer mismo, perdían o arriesgaban su vida en España en manos de abortistas amañados, les importan menos que nada. Porque hay vidas humanas que, al parecer, “no valen nada”.
Son los herederos de aquellos sectores aristocráticos y burgueses que enviaban a la muerte a miles de jóvenes españoles, eso sí empujándoles con arengas e himnos “patrióticos” a las inmundas guerras coloniales para conservar sus negocios y sus explotaciones de ultramar. Pero, faltaría más, librando a sus hijos “de la suerte del soldado” mediante el pago de una importante suma de dinero. Hoy regresa, de nuevo, la España Negra. Cuyo regreso debemos impedir con todas las armas de la democracia tantas personas demócratas, solidarias y de buena voluntad que queremos una España infinitamente mejor que la del eterno retorno que pretenden esta ralea de personajas y personajes. Y los intereses que representan.