Por: José Manuel Rivero
En la política no existen los errores inocentes. Mucho menos cuando esos errores favorecen sistemáticamente a estructuras del crimen organizado con capacidad transnacional. Como recordaba recientemente Soledad Gallego-Díaz en un artículo demoledor publicado en El País el 28 de septiembre de 2025, los casos de liberación de capos de la Mocro Maffia en tribunales españoles —Karim Bouyakhrichan en 2024 y Firass Taghi en 2025— no son “descoordinaciones” aisladas, sino síntomas de una grieta profunda en la estructura jurídico-política del Estado.
La Mocro Maffia no es una mafia “exótica” de Ámsterdam o Amberes, sino la expresión concreta de la economía criminal globalizada, nacida de los circuitos coloniales del Rif (hachís) y expandida con la cocaína sudamericana a través de puertos europeos. Hoy mueve capitales que se infiltran en inmobiliarias, despachos de abogados y redes financieras que atraviesan España, Marruecos y Dubái.
España, y en particular Canarias y la Costa del Sol, no son simples escenarios secundarios. Funcionan como bisagra estratégica: puente atlántico, refugio judicial y plataforma de blanqueo. No es casualidad que las islas aparezcan en incautaciones recientes de cocaína o que los capitales ilícitos fluyan con tanta facilidad en los sectores turísticos e inmobiliarios.
El verdadero escándalo está en la vulnerabilidad institucional. Cuando dos capos internacionales logran fugarse en menos de dos años por “errores” judiciales, la sospecha no puede limitarse a la falta de personal o la saturación de juzgados. En un país donde las élites judiciales y políticas se han mostrado dispuestas a blindar privilegios a costa de la soberanía popular, la posibilidad de que existan complicidades —directas o indirectas— con redes criminales no es descabellada.
Tampoco debe olvidarse el papel de Marruecos. Aunque no existen pruebas concluyentes de una dirección estatal, la tolerancia histórica hacia el narcotráfico en el Rif y la ambigüedad de Rabat ante el crimen transnacional abren preguntas incómodas. Preguntas que afectan directamente a Ceuta, Melilla y Canarias, espacios donde las tensiones geopolíticas se entrelazan con el negocio mafioso.
El problema de fondo es que el crimen organizado actúa como un “bloque histórico” paralelo: organiza capital, ejerce violencia, compra voluntades y crea hegemonía en territorios enteros. Y lo hace porque el Estado neoliberal, debilitado y sometido a las lógicas del capital financiero, abre espacios de impunidad.
La advertencia de Gallego-Díaz es clara: mientras estos episodios se despachen con la excusa del “lamentable error”, el mensaje hacia la ciudadanía será devastador. La respuesta no puede limitarse a pedir más coordinación policial. Hace falta una auditoría pública de los fallos judiciales, un control estricto del blanqueo de capitales en las costas españolas y una revisión crítica de las relaciones con Marruecos. En definitiva: reforzar la soberanía popular frente a las mafias y frente a los poderes económicos que se benefician de ellas.
Si no se rompe esta dinámica, España corre el riesgo de consolidarse no solo como refugio del crimen organizado, sino como espacio de descomposición misma de la justicia.