Por: José Manuel Rivero
El discurso pronunciado por Felipe VI ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 24 de septiembre de 2025 fue un ejercicio de equilibrismo diplomático. Bajo una apariencia de condena humanitaria, el monarca eludió estratégicamente las obligaciones del Derecho Internacional. Desde una perspectiva jurídico-política crítica, su intervención evitó términos consagrados como «genocidio» o «crímenes de guerra», diluyendo así la responsabilidad de los actores en el conflicto de Gaza. Esta omisión no es casual, sino deliberada: desplaza el debate de la justicia penal internacional al terreno ambiguo de las apelaciones morales, desdibujando la gravedad de un conflicto que ha causado más de 65.000 víctimas palestinas directas—y que, según estimaciones independientes, ascendería a 600.000 al incluir las muertes por hambruna, enfermedades y destrucción de infraestructuras—, con un infanticidio masivo que ha segado la vida de más de 50.000 niños y niñas muertos o heridos en casi dos años.
Desde el punto de vista jurídico, el discurso revela una asimetría flagrante que socava el Derecho Internacional Humanitario (DIH) y la Convención sobre el Genocidio de 1948. Mientras condena con firmeza el «terrorismo de Hamás» y presenta el «derecho a defenderse» de Israel como un principio absoluto, omite los límites que impone el DIH: la proporcionalidad, la distinción entre combatientes y civiles, y la precaución para evitar daños colaterales. En el contexto de Gaza, donde una potencia nuclear se enfrenta a un territorio sitiado, esta omisión normaliza una respuesta desproporcionada que incluye bombardeos indiscriminados, bloqueos humanitarios y la destrucción de infraestructuras civiles,como hospitales. La Corte Internacional de Justicia (CIJ), en su orden de enero de 2024, exigió a Israel prevenir actos genocidas, y en mayo de ese mismo año ordenó el cese de las operaciones en Rafah—directivas que, según múltiples organizaciones, han sido ignoradas. Al calificar los hechos como «masacre» sin detallar violaciones específicas ni cuantificar a las víctimas, especialmente el infanticidio masivo, el discurso despoja de contenido jurídico la condena y elude mecanismos clave como la Corte Internacional de Justicia o las sanciones multilaterales. Esta selectividad lingüística incumple las obligaciones de España como Estado parte de tratados internacionales y perpetúa la impunidad, erosionando el orden jurídico global.
En el plano político, esta ambigüedad responde a un cálculo dirigido a preservar alianzas con potencias occidentales renuentes a confrontar a Israel. Aunque España, bajo el gobierno de Pedro Sánchez, reconoció el Estado palestino en mayo de 2024 junto a Irlanda y Noruega, y hoy, ya, 157 países, el discurso real evidencia una brecha entre la retórica doméstica y la acción internacional. La mención de un «alto el fuego» y el cese de la «masacre» son pasos positivos, pero resultan insuficientes al enmarcarse en una equidistancia que equipara, por omisión, la responsabilidad de un Estado soberano—sujeto al escrutinio de la CIJ—con la de un grupo como Hamás. Dicha equidistancia es insultante, pues ignora el desequilibrio de poder: Israel, como potencia ocupante, tiene deberes adicionales de protección hacia la población civil, mientras que Hamás, aunque culpable de crímenes atroces, no opera con capacidad estatal. En un contexto donde las víctimas palestinas directas superan las 65.000—con estimaciones de hasta 600.000 y un infanticidio masivo que ha diezmado generaciones—, la tibieza española, con Felipe VI, abdica de un liderazgo moral. Frente a posturas más contundentes, como las de líderes latinoamericanos que han invocado el genocidio, la intervención de Felipe VI parece diseñada para no incomodar a aliados, priorizando la estabilidad diplomática sobre la coherencia con los valores de justicia universal que España dice defender.
Desde una perspectiva ética, esta elusión resulta devastadora. Al evitar términos como «genocidio»—a pesar de las evidencias acumuladas que lo respaldan—, el discurso normaliza atrocidades y reduce a las víctimas palestinas a cifras abstractas, en lugar de reconocerlas como sujetos de derechos. La referencia al reconocimiento del Estado palestino y a la solución de dos Estados es un gesto simbólico, pero pierde fuerza al no exigir la implementación de resoluciones de la ONU como la 242 o la 2334, que condenan la ocupación y los asentamientos ilegales. En definitiva, el discurso representa una oportunidad perdida para alinear la diplomacia española con la urgencia de la legalidad internacional, optando por una postura que, si bien condena la «masacre», no reclama rendición de cuentas, ni reparación, ni propone medidas concretas para detener un desastre humanitario sin precedentes.
En conclusión, la intervención de Felipe VI ilustra cómo el lenguaje equidistante del rey español puede encubrir la inacción, manteniendo una neutralidad que favorece la impunidad. Para recuperar su credibilidad como defensora del Derecho Internacional, España debe trascender esta equidistancia insultante y priorizar la justicia sobre la conveniencia política. Solo así honrará a las víctimas y contribuirá a una paz basada en la igualdad y el respeto a las normas del Derecho Internacional Humanitario.