Por: José Manuel Rivero
La historia no se repite, pero a menudo resuena en sus ecos más siniestros, como una advertencia solemne. La reciente proclama de Santiago Abascal, líder del partido VOX, exigiendo la confiscación y el hundimiento del buque de salvamento marítimo Open Arms, no constituye un exabrupto aislado: es la verbalización pública de una incitación a la violencia, una llamada a la comisión de delitos internacionales que recuerda, de manera inquietante, al hundimiento del Rainbow Warrior por parte de los servicios secretos franceses en 1985.
La diferencia crucial, que agrava enormemente la situación actual, reside en la naturaleza del acto. Mientras el atentado contra el barco de Greenpeace fue un acto de terrorismo de Estado ejecutado en la clandestinidad, la declaración de Abascal es una invitación abierta a la violencia, pronunciada desde una tribuna política y amplificada por los medios de comunicación. No se trata de agentes encubiertos, sino de un dirigente con aspiraciones de gobierno que normaliza el odio como herramienta de propaganda, legitimando la violencia contra quienes cumplen un deber humanitario: salvar vidas en el mar.
El buque de Open Arms se encontraba atracado en Tenerife, Islas Canarias, un punto estratégico en la ruta migratoria atlántica que conecta las costas africanas con Europa. Esta vía es una de las más peligrosas del mundo: en 2024 llegaron por ella casi 47 000 migrantes, y 9 757 perdieron la vida en el intento. Canarias, como territorio receptor, ha sido escenario de numerosos rescates y de complejas gestiones políticas, lo que hace aún más grave la incitación a la violencia contra un barco humanitario en este contexto. La respuesta inmediata del presidente del Gobierno de Canarias, Fernando Clavijo, calificando las declaraciones de Abascal de “auténtico fascista”, refleja la sensibilidad del archipiélago ante estas situaciones y la necesidad de proteger a las personas vulnerables que llegan a sus costas.
Desde un punto de vista legal, un ataque contra el Open Arms —un buque de bandera española dedicado a misiones de rescate amparadas por el Derecho Internacional Marítimo y Humanitario— constituiría, como mínimo, un acto de piratería, tipificado en el artículo 101 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (1982). Pero la implicación es más profunda. La incitación a hundir un barco de rescate afecta no solo a la tripulación, sino también a las personas rescatadas, en su mayoría migrantes en situación de vulnerabilidad. Ello podría encajar, en el marco del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998), en las categorías de crímenes de lesa humanidad (artículo 7.1, apartados d y h: deportación forzosa, persecución contra un grupo por motivos políticos, étnicos o de origen nacional).
En el ámbito interno, el Código Penal español ofrece una batería de tipos penales que encajan en este llamamiento: el artículo 18.1 establece que la provocación, conspiración y proposición para delinquir son punibles; el artículo 510 sanciona la incitación pública al odio, hostilidad o violencia contra grupos por razones de origen nacional, étnico o por su situación de vulnerabilidad; el artículo 579 bis castiga la apología pública de delitos terroristas o de incitación a cometerlos; y el artículo 615 castiga a quienes cometen actos hostiles contra personas o bienes protegidos por el Derecho Internacional en conflictos armados, lo que se conecta con la obligación de respetar misiones humanitarias. Dejar impune un discurso que propone el hundimiento de un barco civil de rescate sería abrir la puerta a la “guerra sucia” en el corazón de Europa, vulnerando además compromisos internacionales como el Convenio de Ginebra de 1949 y el Convenio Internacional sobre Búsqueda y Salvamento Marítimo (Hamburgo, 1979), que imponen el deber de socorrer a toda persona en peligro en el mar.
Las respuestas de Óscar Camps, fundador de Open Arms, y de Fernando Clavijo, presidente del Gobierno de Canarias, calificando las palabras de Abascal de “fascistas y xenófobas”, son un anticuerpo democrático inmediato. Pero la democracia no puede reducirse a la condena moral. Debe actuar con la contundencia del Estado de Derecho: el llamamiento público a hundir un barco no es “libertad de expresión”, sino una incitación directa a la violencia y al delito, prohibida tanto por nuestro ordenamiento interno como por los tratados internacionales ratificados por España.
El hundimiento del Rainbow Warrior fue un punto de inflexión que avergonzó a una potencia mundial y reforzó la conciencia global sobre la defensa de la sociedad civil. El llamamiento a destruir el Open Arms debe convertirse en nuestro propio punto de inflexión. Es la prueba de hasta dónde está dispuesta a llegar la ultraderecha para erosionar los cimientos de la convivencia. La historia ya no podrá decir que no estábamos avisados. Estamos avisados. Y ahora, la respuesta jurídica, política y social debe ser tan clara e inequívoca como la amenaza a la que nos enfrentamos.
Fdo: José Manuel Rivero