Por Santiago Pérez
“Porque el oro es excelentísimo, del oro se hace tesoro, y con él quién lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso”
Cristóbal Colón, Jamaica 1503
La corrupción ha pasado, una vez más, a ser un gran motivo de preocupación para la ciudadanía.
Con la erupción del Caso Koldo/Ábalos/Cerdán y, cuando Feijóo menos lo esperaba, la del Caso Montoro, vuelve a parecer que la corrupción anida por doquier y corroe la confianza de las personas en la democracia y sus Instituciones. Y, por tanto, la legitimidad de la propia democracia como sistema político y de convivencia.
No nos engañemos: la corrupción existirá siempre. Es endémica. Demasiado son los factores que la estimulan y demasiado ligados a la naturaleza humana. Que no es sólo naturaleza corrompible. También es portadora de nobles actitudes y valores.
Y ninguno estamos plenamente vacunados contra la corrupción, porque sus tentaciones son muy golosas: ofrece riquezas, obtención y conservación del poder con el apoyo de los corruptores. Y con el oro y el poder, la satisfacción de eso que mi maestro Hernández-Rubio llamaba los instintos pasiones del sexo, del lujo y de la dominación de los demás y su sometimiento a nuestra voluntad y a nuestros caprichos. Dominación que no es pequeña fuente de placer, por cierto.
Si es endémica, si existirá siempre, ¿tiene sentido luchar contra la corrupción? Tiene todo el sentido y más. Como lo tiene la lucha por las libertades o la lucha por la igual dignidad de los seres humanos. Es parte esencial de la lucha eterna entre la civilización y la barbarie.
Sé que como es una guerra interminable habrá muchos, de esos que sólo se incorporan a guerras o batallas que ya creen ganadas o al bando que consideran que será el ganador, que preferirán mirar para otro lado. Todo lo más, echarse un discurso anticorrupción tan vistoso como elocuente (pero eso sí, meramente teórico).
La lucha contra la corrupción exige mejorar nuestras leyes y nuestras Instituciones de control y de transparencia. Hay todo un recetario al efecto. Es necesario; pero no suficiente. Porque no habrá mecanismos jurídicos ni legales, por perfeccionados que sean, capaces de neutralizar la imaginación de quienes actúan espoleados por la sed de riquezas y el deseo de poder. Ni la Administración ni los jueces dispondrán nunca de los recursos suficientes para descubrir y erradicar la corrupción. A menos que dispusiéramos de un Estado gigantesco, que generaría a la corta un ambiente irrespirable y serios riesgos de asfixia para las libertades. Porque haría surgir por necesidad la pregunta ¿quis custodiat custodiem?, quién vigilaría a ese gran hermano.
En el terreno de la legalidad todo está ya bastante inventado.
La vía decisiva para combatir la corrupción, arrinconarla y vencerla -aunque no habrá batallas definitivas- es la del compromiso cotidiano de los ciudadanos y sus representantes políticos. Sin ese compromiso no hay edificios legislativo, por perfecto que sea, que no pueda acabar convirtiéndose en papel mojado.
El compromiso de los ciudadanos es no sólo una cuestión de voluntad. Y una premisa esencial para hacer posible ese compromiso es el pluralismo informativo. Los corruptos y sus patrocinadores tienen “oro” y con él pueden adquirir medios informativos o ejercer todo tipo de censuras: ocultar o empequeñecer noticias relevantes sobre la corrupción, como este fin de semana El Mundo, ABC y otros; o pagar a esbirros periodísticos para que defiendan a los corruptos o ataquen a quienes han denunciado la corrupción. O a matones que amenacen o agredan.
El riesgo de convertirte en diana de esos ataques es, créanme, disuasorio. Los cargos públicos tenemos el deber de denunciar la corrupción (nos lo impone la Ley de Enjuiciamiento Criminal, art. 262) más intenso que el de los ciudadanos a quienes representamos. Y algunos, durante largos años de trayectoria institucional, no han dado ni un solo paso identificable contra casos concretos de corrupción. No lo juzgo, simplemente lo describo.
Y la democracia. La democracia como fundamento, ordenación y práctica efectiva del sistema político y de todas y cada una de las entidades, partidos políticos y asociaciones que la hacen posible en nuestro tiempo, es absolutamente imprescindible. Cuanta más y mejor democracia, menos corrupción.
Decía Hermann Heller, cuando empezaba a fraguarse el éxito del nazismo, “…se oye hablar mucho más de la corrupción en el Estado democrático de Derecho que en la dictadura…también en este punto es el Estado democrático de Derecho mejor de lo que parece y la Dictadura…parece mejor de lo que es. No es menester en absoluto acudir para probarlo a la realidad italiana de la dictadura fascista…” (¿Estado de Derecho o Dictadura?, Berlín 1929).
El autoritarismo instalado en el Estado o en la organización de partidos y asociaciones es la leche materna y la sombra protectora de la corrupción. Y los corruptos y dispuestos a corromperse lo saben. Porque por muy desaforadas que sean sus ansias de riquezas y de poder, tontos -lo que se dice tontos- no son. Y sólo actúan cuando tienen suficiente certidumbre de su impunidad.
Lo dicho: una guerra que durará siempre, pero que es irrenunciable y está lleno de sentido librarla. Lo mismo que las batallas en defensa de la libertad, contra el racismo y a favor de los derechos humanos y la democracia.