Joaquín Hernández
CUADERNO DE BITÁCORA
La vida en Valladolid le encantaba, estaba en su apogeo y rodeado de palmeros que aplaudían cualquier historia que Juanito les contaba, eso sí, seguía con su costumbre de no pagar una consumición ni en navidad.
El bar Sevilla, de día era de tapas y cañas, desayunos con churros, pero de noche se trasformaba en el mejor puticlub de toda la región. Las más finas prostitutas, con el beneplácito de D. Félix, el dueño del garito, se reunían en torno a la barra del bar y esperaban a los clientes, generalmente gente de campo que llegaban a la ciudad a vender sus productos, que dejaban su buen dinero en la caja de D. Félix.
Normalmente no había ningún altercado, los camareros tenían la orden de no permitir que se manoseara la “mercancía” dentro del local, caso de que algún campesino tocase a una de sus “damas” estaba expuesto a salir a patadas del local.
Juanito frecuentaba el garito nocturno para, según sus comentarios, “ver el ganado e investigar la posible alteración del orden público que llevase implicado perturbar la paz de los españoles y del estado”.
Era el único que tenía permiso especial para inspeccionar la mercancía y elegir la compañía nocturna que más le gustase. A cambio, D. Félix gozaba de inmunidad total para hacer y deshacer lo que quisiera, era el dueño de la noche vallisoletana.
Todos conocían al subinspector Juanito, sabían de su mala leche y su habilidad para apretar el gatillo, y se granjeaban su amistad de la manera más sencilla, invitándole a catar el mejor serrano de Guijuelo que había en la zona y que, D. Félix se jactaba de tener en exclusiva. Se puede decir que Juanito vivía del temor de los demás.
Una de esas noches, un soldado de milicias universitarias, con su uniforme de alférez del ejército del aire, se presentó en la barra del Sevilla. Las meretrices del lugar, al ver un apuesto y joven oficial, ni que decir tiene que se rifaron el polvo del mancebo.
Las ganas del chico por pasar un buen rato le hicieron una mala faena, y peor suerte porque a su lado, “investigando la situación”, se encontraba nuestro protagonista, que al ver como besaba e intentaba meter la mano por debajo del vestido de Maribel (la vedete del bar) le soltó tamaña hostia con el cenicero, que el chico cayó de espaldas al suelo y con tan mala suerte que quedó conmocionado y hubo que avisar urgentemente a la ambulancia para su traslado al hospital.
Juanito pensó que no tenía más problema el asunto y dio parte de que: “estando de servicio y en un momento que recaló para tomar un café en el bar Sevilla, observó como un soldado intentaba violar a una señorita que, casualmente, tomaba a su lado una consumición, al salir en defensa de la citada, e identificándose previamente como policía, al apartarlo le empujó cayendo al suelo de espalda, la mala suerte de la caída hizo necesaria su traslado al hospital”
Pero el caso no terminó como quería el de la social. El comandante de la compañía donde estaba asignado el soldado agredido, sus compañeros y los familiares, pidieron la cabeza de Juanito. Por lo visto el tema estaba en manos del Gobernador civil y el Capitán General de la VII región militar, que leyendo el informe del policía quedaron asombrados con la simpleza del tema, sobre todo cuando el informe médico forense observaba un enorme hematoma en el pómulo derecho producido por un objeto contundente. La caída le produjo un coagulo en el cerebro de tal forma que quedó paralizado parte de su cuerpo.
La solución fue salomónica, su nuevo destino. Había que salir de Valladolid al sitio más lejos posible.