Todo empezó a principios de los años 90. La derecha, desconcertada tras la muerte del general Franco y -más adelante- por la voladura de UCD, decidió volver a las andadas.
Lo hizo de la mano de Aznar, el sucesor de Fraga, el que traicionó a España embasrcándonos en una guerra ilegal y basada en la mentira de las armasdedestrucciónmasiva de Sadam Hussein, el que negoció con el “movimiento de liberación vasco”, acercó presos de ETA a Euskadi y permitió el retraso de cientos de etarras culpables de delitos de sangre. Y todo eso, mientras ETA continuaba asesinando. Era también el tiempo de sentencias aznaristas como la de “más vale ocupen un escaño (los de Eta, claro) a que empuñen un arma”.
Pero ya se sabe: España es la derecha tanto como la derecha es España. Cualquier cosa que hagan porque les convenga es, por definición, en interés superior de la Patria.
Pero ¿qué empezó a principios de los 90?. Pues el retorno a lo que los líderes conservadores y monárquicos llamaban, durante la efímera II República “accidentalismo democrático”. Es decir, la aceptación a regañadientes de la democracia sólo y siempre que gobiernen ellos y los intereses que ellos representan.
A partir de ahí, todo vale con tal de llegar al poder y, una vez alcanzado, para conservarlo. De forma que, visto lo que estoy viendo en los últimos años, las pregunta que debemos hacernos los españoles no es ¿hasta dónde esta dispuesto a llegar Sánchez con tal de seguir en La Moncloa?, como repite esta derecha extremada hasta el agotamiento, sino ¿hasta dónde el PP para regresar al poder?
Si los diputados de Bildu o de Ezquerra respaldan la investidura de quien ha ganado las elecciones o buena parte de la agenda legislativa progresista, son los “socios” herederosdeETA o golpistas del PSOE. Si juntan sus votos a los del PP para derrotar parlamentariamente al Gobierno ¿eso qué es? ¿sexo de una noche de verano? ¿o son sólo coleguitas, pero no socios?
Y todo esto enmedio de una estrategia de deslegitimación de un Gobierno liderado por quien ganó las elecciones, emprendida por la dirigencia conservadora desde el arranque de esta legislatura. Pero, eso sí: ellos, los del PP, son los constitucionalistas. Y surja el Gobierno del éxito de una Moción de Censura constructiva -mecanismo primordial del régimen parlamentario establecido por la Constitución- o como resultado de las elecciones generales, si no está el PP y lo que el PP representa en el Gobierno, el Gobierno no es legítimo.
En esta estrategia conservadora, que he calificado desde hace tiempo de “protogolpista”, vale literalmente todo: bloquear la renovación del Consejo General del Poder Judicial para seguir controlando los nombramientos de los magistrados que integran, con carácter inamovible, los principales órganos judiciales: 70, veinte de ellos en el Tribunal Supremo, hasta que las Cortes Generales prohibieron, mediante Ley Orgánica, que un órgano constitucional en funciones -el CGPJ- siguiera ejerciendo como si estuviera en su plenitudo potestatis.
Es la aplicación de un principio esencial de la cultura jurídico-política de los pueblos civilizados: un órgano en funciones sólo puede actuar para mantener las constantes vitales de la Institución o para despachar meramente los asuntos de administración ordinaria. Pero el PP y la ensordecedora fanfarria mediática que los grandes poderes económicos le proporcionan lo presentaron como el intento de Sánchez de controlar “también” el Poder Judicial.
A partir de ahí todo es sabido: ahora Feijóo quiere cambiar primero la forma de elección de una parte del CGPJ, para introducir una versión de la democracia corporativa -¿o tal vez de la “democracia orgánica” del franquismo?-, desconectándolo del principio de la soberanía popular, de la que emanan todos los poderes del Estado (1.2 de la Constitución). Y después, solo después, renovarlo bajo la hégida de las asociaciones judiciales conservadoras. Y así seguir controlando para siempre jamás, al margen de los cambios de mayorías decididos en las urnas, la composición del Tribunal Supremo.
En la tribuna del Senado, y en diversos artículos periodísticos, he mantenido que los acontecimientos del 1-O de Cataluña fueron un grave quebranto del orden constitucional; pero no un “golpe de Estado”. Y he instado a los senadores del PP a que alguien demuestre a un jurista ultraperiférico como yo, que los acontecimientos del Procés fueron constitucionalmente más graves que la obstaculización de la renovación del CGPJ durante más de cinco años. Y nadie ha respondido.
Otra de las querencias del PP que vivo y sufro a diario en el Senado es la que han aprendido de la peor versión de los nacionalistas periféricos: la del agravio comparativo y el recurso al victimismo territorial. Estas semanas, en vísperas de las elecciones locales y autonómicas, han convertido a la Cámara Alta en la Pasarela Cibeles de todos los senadores y senadoras del PP que son candidatos. Es una degradación del carácter territorial de la Cámara, cuya reforma para adaptarla plenamente a las previsiones constitucionales el propio PP ha bloqueado durante legislaturas, bajo presión -entre otros factores- de sus caciques provinciales, de esos que puede que vayan a 215 kms/hora conduciendo ni person coches oficiales.
Entre el dumping fiscal y los regalos tributarios a las grandes fortunas y el victimismo territorial a granel, el PP pone en riesgo ese modelo de convivencia que es el de la España de las Autonomías.
Cada día que pasa estoy más convencido de que la gestación del Procés fue fruto de una guerra de baja intensidad entre el españolismo conservador y el nacionalismo independentista. Les venía bien a los gobiernos conservadores del PP y de Convergencia y Unió: era una buena tapadera dela corrupción que les anegaba y de los recortes sociales que aplicaban con saña con la coartada de combatir la Crisis Económica de la década pasada. Hasta que, como suele ocurrir, la manija cayó en las manos de los más radicales y todo se les fue de control. Según J. Elliot eso mismo ocurrió durante La Revuelta de los Catalanes, allá por 1640
Con todos estos antecedentes, desde las concesiones de Aznar a unos etarras en el apogeo de la violencia, pasando por la utilización controlada de lo que luego se convirtió en el 1-O catalán y desembocando en el uso obsceno que han hecho de una ETA ya desaparecida, a nadie debe extrañarle que esté convencido (yo, pa´mí, como se dice por aquí) de que si el nacionalismo independentista, en sus diferentes versiones, no existiera, la peor derecha española tendría que inventarlo. No hay mejor coartada para camuflar los intereses que algunos representan que llamar al cierre de filas contra los enemigos de España. Reales o inventados.
En esta modalidad el General era un auténtico artista.
Santiago Pérez, senador en representación de Canarias (PSOE).