EL RINCÓN DEL BONZO
Carlos Castañosa
Laurence J. Peter, catedrático de pedagogía en la universidad de California, acuñó un principio para definir el “nivel de la incompetencia” (1969): Escalón que marca la máxima capacidad posible del individuo en su proceso de ascensión progresiva. Si sube al siguiente peldaño, fracasa por encontrarse con carencias que antes no existían.
Aplicable a cualquier estructura jerárquica. Es importante que cada persona conozca con precisión cuál es su límite, para poder controlar un posible exceso de ambición, perjudicial para sí y lesivo para su entorno.
La adversidad del confinamiento forzoso da para mucho a la hora de encontrar espacios creativos y momentos de hallar respuesta a preguntas pendientes. Algún descubrimiento imprevisto puede servir para dar forma y correlacionar ideas que pueden parecer difusas; como el aludido principio de Peter…
Por ejemplo: Aficionarme a rellenar sudokus me ha servido para localizar y dar forma a mi nivel de incompetencia, y encontrar alguna explicación a tantas barbaridades como estamos padeciendo en esta maltrecha España.
El sudoku como terapia, me sirve a modo de amueblamiento mental y como método para descubrir y controlar mis limitaciones. Engancha bastante, y aunque siempre he preferido regodearme con las letras para cubrir mis tiempos muertos, jugar con los números es un complemento que hasta me resulta adictivo.
Para comparar esta práctica japonesa con el “nivel de la incompetencia”, describiré mi proceso evolutivo de abajo arriba: Tras seleccionar una página informática adecuada, de formato agradable y accesible, encontré seis niveles: inicial, fácil, medio, difícil, muy difícil y extremo. Arranqué con el “medio”. A los dos días pasé al “difícil”, que me duró una semana. Luego opté por los “muy difícil”, con ciertas dificultades al principio porque no todos me salían a la primera. Al cabo de un mes ya no se me resiste ni uno. Fenomenal… Como esto ya me queda pequeño, paso al máximo: el “extremo” (o “diabólico”). ¡Y ahí me doy el batacazo! No hay forma de meterles mano; ni siquiera logro encajar tres o cuatro números. Me cabreo y tiro la toalla. La frustración me hace insistir, pero el sentido común me hace regresar al peldaño anterior para seguir disfrutando, sin sufrir por la idea de que existe ese nivel superior porque por ahí anda suelto algún genio capacitado para resolverlo; pero no soy yo.
Desde este simulacro pasamos a la triste realidad que está devastando España.
Sin ánimo de especular y con espíritu de observador aséptico, desde la orilla izquierda de mi paisaje, chapoteando con los pies en el agua y la mirada absorta en un horizonte difuminado por baja visibilidad [1], el panorama no puede ser más desolador.
[1] Metáfora bucólica o semipoética; pues cumplo estrictamente mi reclusión casera…
La irrupción de esta virulenta pandemia nos ha sorprendido como nación en el peor momento posible. Una situación débil, de precariedad política que viene de atrás. Un tiempo en que se nos ha martirizado con avatares políticos de la más baja estofa. Gobiernos en funciones; repetidos procesos electorales; campañas de propaganda fullera; investiduras frustradas… Todo resuelto al final con un montaje artificioso de cartón piedra, frágil de estructura, bajo sospecha y sin certificado de garantía.
El Señor Presidente ha perdido la gran oportunidad de justificar su ostensible vocación de poder, ante la gravísima circunstancia que puso a prueba, y sigue poniendo, su capacidad de liderazgo y facultades de gobernante. ¿Sería juicio temerario, en virtud de su flagrante fracaso por una gestión torpe y fallida, opinar que el Señor Presidente y todo su equipo han rebasado con creces el “nivel de incompetencia” de Mr. Peter?
No son conjeturas ni falso testimonio, sino la realidad de unos lamentables resultados avalados por datos oficiales, números mal contados e informaciones inquietantes que, según avanzan las fechas, nos van percatando de la magnitud de un desastre que arrancó con la tardanza inicial en tomar las medidas adecuadas. Y ha seguido in crescendo hasta encontrarnos ahora con restricciones mucho más severas que todos los demás países afectados entre los que, para nuestra desgracia, nos encontramos a la cabeza por las dolorosas cifras de muertos.
Errores de apreciación quizá provocados por otras preocupaciones que poco tenían que ver con la inminente amenaza, y mucho con las intrigas palaciegas que tanto debilitan la eficacia del buen hacer.
Parece que lo peor está por llegar. El cúmulo de chapuzas continuas, que siguen el mismo camino errático iniciado a destiempo y fuera de carta, nos mantiene en arresto domiciliario como castigo por las culpas de otros, en un estado de alarma cuestionable y chapucero, como corresponde a una mala praxis, ausencia de buena fe y nula sensibilidad humanitaria en toda la esfera política al completo, ¡sin excepción!
Esperanza de futuro oscurecida por nubarrones impensables hace unos meses. Una ciudadanía indefensa, en trincheras de tres frentes para tres batallas por ganar: sanitaria, económica y política; por orden de menor a mayor gravedad. La pandemia quizá se solucione en unos meses. Superar la ruina económica será cuestión de bastantes años. La crisis política, no nos engañemos, no tiene remedio. Estamos en malas manos, lo estuvimos antes y seguiremos estándolo en el futuro. Si nos dejamos.
Por fortuna, el pueblo español tiene una voluntad de supervivencia infinita, a pesar de todas las adversidades y del maltrato institucional como norma de gobierno. Desde la convicción de que “la sociedad civil es la única capacitada para resolver sus propios problemas”, es indudable que a partir de la victoria en la primera batalla cambiarán muchas cosas. Nada será como antes de este escarmiento. Nos hará más fuertes, cuidadosos y menos confiados ante eslóganes políticos y propaganda capciosa.
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