Sobre la Sentencia del procés. Me he decidido a escribirlas después de oír y leer durante estos días los comentarios y reacciones de personas a las que aprecio y con las que comparto valores.
Nos separa, como separa a las generaciones, una brecha —frecuentemente insalvable— que tiene que ver con las propias vivencias personales. Porque a muchas personas de mi edad que vivimos las postrimerías del franquismo, aquellas primeras experiencias políticas nos han obligado a meditar y estudiar sobre ellas, sobre el Estado, sobre la democracia, sobre los derechos fundamentales de las personas y de los pueblos. Y, en mi caso, a dedicar buena parte de mis inquietudes intelectuales —los de un jurista y profesor de provincias— a estos asuntos.
Vivir bajo un Estado que aspiró al totalitarismo para quedarse –tras la derrota del Eje y con la bendición vergonzante de las Potencias triunfantes del lado Occidental– en una versión carpetovetónica de autoritarismo (el franquismo), nos inyectó en vena un reflejo antiestatal: el Estado es un monstruo malo.
Sin embargo, el Estado ha sido una de las mayores conquistas civilizatorias. Fuera del Estado, o cuando se convierte en un Estado fallido solo hay ley de la selva, diamantes de sangre, narcoEstados o el feudalismo devastador de señores de la guerra, armados hasta los dientes por las grandes corporaciones que saquean las riquezas naturales y metales raros de los territorios bajo su reinado de terror.
Pero esto no es un canto al Estado, porque el poder —todo poder— tiene una tendencia innata a expansionarse y a ahogarlo todo: empezando por la libertad y hasta la propia seguridad de los ciudadanos, cuya garantía es la única razón que justifica la existencia del propio Estado.
Para intentar, solo intentar, contrarrestar esa querencia de la maquinaria del poder surgieron ideas y técnicas como la del principio de separación de poderes. Se trataba, aprovechando la historia del sistema político inglés y hasta el concepto de “gobierno mixto” cuyos antecedentes se remontan hasta la República de la Roma antigua, de poner un freno dentro del propio dispositivo estatal. Nació así la idea de la independencia judicial, la de que el terrible poder de juzgar no estuviera en las mismas manos que el poder ejecutivo.
Sin embargo, el poder judicial forma parte del gobierno de un país; pero, a diferencia del poder ejecutivo, sus decisiones han de ser fundamentadas jurídicamente.
La aplicación del Derecho no obedece a fórmulas matemáticas y debe tener presente la sociedad cuya convivencia pretende ordenar.
En mi opinión, con el Código Penal en la mano los hechos promovidos por las autoridades de la Generalitat en octubre de 2017 podían ser objeto de condena por rebelión. Esencialmente porque el bien jurídico que protege esa figura delictiva es el orden constitucional y, dentro de ese orden, la unidad política de España y el sistema de convivencia y de gobierno que llamamos Estado de las Autonomías. No fue un simple problema de orden público, a cuya protección penal obedece el tipo de la sedición.
Podía haber sido así, pero no ha sido. Y lo celebro. Creo que la Sentencia, toda la Sentencia, y especialmente el rechazo unánime de los magistrados a la petición de la Fiscalía sobre la no aplicación de los beneficios penitenciarios, la convierte en un acto de gobierno. No del Gobierno, sino de un Poder Judicial que asume así su papel de Estado. Y lo hace aplicando las Leyes y utilizando, conforme a las garantías del Derecho Penal de los pueblos civilizados, los argumentos e interpretaciones más favorables a los acusados.
Un Estado no puede dejar de aplicar sus leyes. Y el Estado de Derecho, menos que ninguno.
Esto cuesta hacerlo entender a muchas personas. Y por una razón muy sencilla: ¿estarían igualmente proclives quienes, desde posiciones democráticas o de izquierdas, claman por la libertad de los líderes del procés a exigir la libertad de quienes hicieran lo mismo para intentar imponer, usando el poder institucional que el pueblo les ha confiado, planteamientos políticos o ideológicos ultra conservadores?
La defensa de las ideas es legítima en democracia, incluso de las ideas contrarias al propio sistema democrático: pero no lo es intentar imponerlas por la fuerza, ni al margen de los cauces constitucionales.
¿Costará tanto asentar, en esta España atormentada y nuestra, la idea de que la democracia consiste en el gobierno de la mayoría, pero un gobierno limitado por la Constitución y por Leyes que garantizan los derechos individuales y los de las minorías?
Porque otra versión de la democracia existe: la autoritaria. Que es la que comparten los líderes del procés, los que pretenden imponer un 155 permanente quebrantando el Estado Autonómico y, por tanto la propia Constitución; o los que frente a la ruptura constitucional que el procés ha supuesto, claman por el “orden”. Así, tan en abstracto que da miedo. Por eso se necesitan. Y lo saben. Para volver a llenar la agenda política española de todas las tensiones que marcaron largos siglos de conflictos y de tragedias. Que son los problemas y conflictos que el pacto constitucional intentó resolver. Ese pacto de convivencia que algunos desdeñan.