En 1947, en plena dictadura, se llevó a cabo un referéndum en España donde se votaba la Ley de sucesión en la jefatura del estado.
El voto era obligado, bajo la amenaza de perder la cartilla de racionamiento. Entonces se decía que “votar sí era votar a favor de que Franco se quedara; y votar no, era admitir que no querías que se marchara”.
En 1978, en pleno carnaval de transición, el rey sucesor llevó a cabo un referéndum en España donde se votaba la ratificación del proyecto de Constitución. El voto no era obligado; por eso, a pesar de la novedad participativa, la abstención fue de una tercera parte del censo electoral. Entonces, se decía que “votar sí era votar a favor de una monarquía absolutista; y votar no, era admitir que la frágil democracia española necesitaba estar comandada por aquella monarquía”.
Las irregularidades en el censo, la inexperiencia democrática, el pucherazo evidente internacionalmente en esta farsa, el posicionamiento inestable de todas las fuerzas nacionalistas o de izquierdas, la alta abstención, no fueron impedimento para que apenas dos semanas después se aprobara el documento. Así seguimos hoy, después de más de 40 años, celebrando aquel enroque monárquico que les legitimaba legalmente y les antepone a cualquier cosa en la citada “democracia monárquica”.
No creo que esto sea motivo de celebración en ningún lugar de España, y menos en las posesiones españolas en la ultraperiferia de Europa. Es un episodio histórico vergonzoso, desde un punto de vista democrático. Pero, lo peor, es que pasados los cuarenta años de aquello no se ven intenciones políticas de cambiar apenas aquella carta magna o de darle soberanía al pueblo costa de quitársela a una familia real que lleva más tiempo viviendo de las arcas públicas de lo que estuvo el propio dictador.
En España, desde los medios de comunicación que actúan en el Estado, desde las escuelas, consejerías o ministerios de educación, todo esto puede interpretarse como quieran. Pero, desde que se cruza una frontera, desde que se oye la interpretación extranjera, la imagen española difiere mucho de las democracias modernas o repúblicas del siglo XXI.
Ánimo, admiren los actos de celebración y esas juras de banderas civiles. Y alaben la legislación española, al rey, o a los dos, que son los sucesores del Caudillo y mantienen el hilo conductor con la España del nacionalcatolicismo y de un imperialismo colonialista que, aunque solo se vea en los libros de historia antigua, sigue escondiéndose en el orgullo patrio del actual nacionalismo español (léase constitucionalismo español). Así nos va…