EL RINCÓN DEL BONZO
No conozco ningún caso, próximo ni lejano, de mujer alguna que utilizara sus encantos femeninos para trepar por las lianas salvajes de la política; ni mucho menos insinuarse con liberada procacidad para acceder a un puesto de trabajo digno –no por el procedimiento de acceso, sino por la dignidad del trabajo en sí– a través de la vía directa del ofrecimiento carnal a cambio de un estatus laboral que solucionase presente y futuro. Es imposible que se dé cualquiera de ambos casos que solo pueden aparecer en historias de ficción, narradas con el morbo correspondiente, pero cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. En la vida real no existen, como tampoco son verídicas las tramas ficticias noveladas con artificio sobre malignas vampiresas, ni los truculentos cuentos infantiles de brujas y madrastras que solo existen en la fantasía de quien escribe.
Jamás sucedería en la vida real que una mujer fingiera malos tratos o denunciara en falso a su marido para obtener rédito económico en un proceso de divorcio. Por traumática y beligerante que fuese la separación, sería impensable que ella presentase pruebas falsas ante un tribunal para intentar destrozar la vida del padre de sus hijos, si los hubiere.
Tampoco sería plausible criticar a una mujer de que, para justificar socialmente su aventura extramarital, se dedicara a denigrar a su pobre marido, cuernos incluidos, en una demoledora campaña de desprestigio masivo describiéndolo entre los allegados con los tópicos de siempre: alcohólico, mujeriego, mal padre, violento, infiel, ludópata y, por supuesto, maltratador… Nadie podría creer que una mujer, con perfecto derecho a expresar su libertad sexual fuera del matrimonio, fuese capaz de camuflar su supuesta condición de adúltera y “pelín golfa” con la barbaridad de apalear moralmente a su cónyuge, ya cornudo con antelación. Aparte de que nadie intelectualmente dotado podría creer lo de “es que me hacía tan desgraciada que no he tenido más remedio de buscar consuelo de puertas afuera”. Toda una ficción que jamás podrá ser superada por una realidad que habla de valores femeninos en exclusiva y unos principios éticos que impedirían cualquier comportamiento maligno en contra de los derechos fundamentales de otros seres, hombres en general, por respeto a la naturaleza humana.
Otra cosa son las historias artificiales como argumento de tragedias griegas, truculentos libretos de óperas magistrales o sangrientas novelas guionizables en cine negro, donde se describen casos fantásticos de tramas inverosímiles como películas futuristas de invasiones marcianas o guerras intergalácticas, tan necesitadas de efectos especiales como pudiera ser el relato de la vistosa joven que de súbito irrumpe en la política y su primer paso sea “conquistar” sexualmente a algún pardillo, en la cúpula del organigrama de su nuevo partido –no importa que esté casado. Mejor… así será más manejable en el futuro– como medio para medrar en su incipiente carrera como diseñada por un brillante augur. ¿Quién podría creer semejante desvío conductual tan impropio de la excelsa condición femenina? ¿Quién supondría que alguna de las maravillosas actrices, o bellísimas modelos de fama mundial que han alcanzado la cima por méritos propios, comenzasen por “ponerse a tiro” en búsqueda de sus primeras oportunidades?
Por fortuna saltó el escándalo del acoso sexual generalizado en los ámbitos relacionados con el mundo del cine que, por correlación, se ha proyectado a otras áreas profesionales donde la jerarquía ha quedado en evidencia por abuso de poder desde el que proceder al chantaje. De modo que se han movilizado conciencias y actitudes colectivas con intención aparente de combatir y erradicar, legal y socialmente, una práctica aberrante de jerarcas pervertidos, frustrados emocionales, decrépitos de alma y grasiento físico que inducen repugnancia, solo compensable con el poder político, empresarial y financiero que propicia el maldito derecho de pernada.
Sería terrible e injusto hacer excepciones con alguna individua suelta que la mala fe señalara como la que se subió al carro en marcha; incluso que utilizase sus armas de mujer y encantos físicos para que, en lugar de reivindicar entonces su dignidad, haya esperado la oportunidad cuando otras han dado la cara varias décadas después para aureolar su glorioso presente. Pero todo es ficción. Ninguna mujer normal está capacitada para manipular tan enrevesada urdimbre.
El hombre es el único responsable de la terrible injusticia. Pero no el hombre en general. Seamos justos y ponderados. Es una exigua minoría de depravados, engendros exentos de alma, que compensan la frustración de su inferioridad con agresividad patógena contra la mujer que tengan más cerca. A veces con el lamentable resultado de muerte y la espeluznante media estadística de un asesinato semanal en este país de valores tan cuestionables.
El baldón que una muestra deleznable supone para el género masculino, nos obliga, a los hombres, a valorar la condición femenina y no dejarnos llevar por la maledicencia tópica de quien trate de denigrarla, aunque solo sea en casos puntuales.
Quien no es capaz de respetar a una dama, quizá sea porque no tenga una en casa ni la tuviera de pequeño.
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