EL BAR DE PEPE
Aun cierro los ojos y me veo caminando por la calle San Sebastián de la mano de mi abuelo José.
Don José Pérez Afonso, que así le llamaban, había nacido en Buenavista del Norte, como todos se dedicó a los plátanos y acabó siendo medianero en una finca del que después se supo era su suegro, el Marques de las Cañas. En Canarias como en toda la España feudal, el derecho de pernada estaba consentido y tan autorizado que aun en los años 60 se daban casos en las islas Canarias, yo diría que en todas.
Mi abuelo José tenía unas manos muy grandes, tan grandes que mi mano se perdía dentro de la de él, yo le miraba y me parecía el hombre más grande y fuerte del mundo, su voz cascada por el tabaco Kruger y el ron de caña que lo aderezaba con ruda, limón, granos de café, y no sé qué otras hierbas “milagrosas” que tomaba con cualquier tipo de comida, daba lo mismo el potaje de berros con gofio y queso (plato único) que con la fruta diaria (el plátano no faltó nunca en la cocina de mi abuela)
Mi abuelo José además del ron de caña, que siempre bebió con moderación, me daba sabios consejos como aquel “bebe y come siempre que te apetezca, que te lo pida el cuerpo, nunca bebas ni comas por beber y comer porque eso a la larga mata”, le gustaba el café.
Si, el café fue su eterno vicio, mi abuelo era capaz de caminar kilómetros y kilómetros al oler el aroma de un “buchito de café”.
Mi abuela cuenta que en la I guerra Mundial motivado por el desabastecimiento de las islas, el café se había agotado y como sucedáneo le ponían achicoria en la cafetera de puchero (que, creo, aún conserva algún familiar como reliquia en paño) pues decía que mi abuelo con el “mono” del café estuvo a punto de morir de ansiedad, hasta tal grado que los familiares, ante la urgencia del síndrome de la cafeína, lo llevaron a Santa Cruz de Tenerife, capital de la isla, y concretamente en el Bar British (único establecimiento donde el café era “café”) bajos del Casino principal, para darle los chutes de cafeína que la cuestión requería.
Pasados los años mi abuelo seguía con la misma adicción y monótona rutina. Se despertaba a las 4 de la madrugada y antes que nada preparaba el agua a calentar para prepararse el primer “buchito” de café, acto seguido al aseo (siempre le gusto cuidar su aseo personal y su imagen, tanto es así que en la Guerra Civil Española, cuando lo cogieron preso por pertenecer a un Sindicato de Obreros del Campo, y lo encarcelaron en el antiguo empaquetado de plátanos de la empresa Fayfe, habilitado como cárcel de presos políticos, se afeitaba con agua y un jabón pómez y como cuchilla de afeitar no tenía le servía un cristal roto para rasurarse, aunque luego acabase con sendos cortes en su barba. Alguna vez me dijo que si algún día me privaban de libertad no descuidase mi estado físico ni el aseo diario, ya que si no lo hacía me convertiría muy pronto en un animal y de ahí a una alimaña.
Pasadas las 4 y media de la madrugada salía de la Barriada de la Victoria vestido con su traje gris con chaleco, su sombrero y su bastón y se dirigía a la calle San Sebastián para pasar por el Puente Serrador y llegar a la antigua recova entonces situada en la trasera del Teatro Guimerà, directo al bar y a sentarse con su café delante mirando los traseros de las criadas, las lecheras y las “magas” que del campo traían sus productos.
Posteriormente y conforme fueron pasando los años mi abuelo fue cambiando la hora de la marcha a la recova, lo que jamás varió, hasta la hora de su muerte, fue el primer “buchito de café” a las 4 de la madrugada. Y ahora me parece recordar el olor de ese extraordinario café que no sé de donde lo compraba mi abuela.