La convocatoria de un referéndum el próximo 1 de Octubre en Catalunya bien podría entenderse como un ejercicio de participación democrática y respeto a la voluntad mayoritaria libremente expresada. Sin embargo, esta propuesta ha sido recibida con una escalada sin fin de recursos judiciales, amenazas y descalificaciones políticas y personales sin precedentes, que permiten anticipar un riesgo claro de confrontación entre sensibilidades distintas y la consiguiente división y frustración, que será difícil de gestionar el día después de la pretendida cita con las urnas, que nadie se atreve a predecir si finalmente se llevará a cabo, en qué condiciones y con qué resultado.
Los acontecimientos discurren a velocidad de vértigo hasta el punto de que el atentado yihadista, perpetrado en Barcelona el pasado 17 de agosto, parece ya historia olvidada. Poco o nada hemos aprendido de lo acaecido entonces. Parecemos condenados una y otra vez a repetir los mismos errores, que desacreditan y contribuyen a la pérdida de confianza en los representantes políticos, que deberían gestionar con responsabilidad, eficacia y eficiencia, en lugar de enquistar los conflictos y conducirnos a un callejón sin salida.
Me refiero en concreto al Partido Popular que hizo gala de una actitud poco responsable tras la masacre cometida en Las Ramblas, en la misma línea que mantuvo durante el negro período del terrorismo de ETA, manipulando el dolor y el sufrimiento de una sociedad en estado de shock para imponer su ideología y acallar y censurar aquellas otras que discrepan o no son coincidentes con la suya.
Ocurrió así con motivo del atentado yihadista del 11 de marzo del 2004, se ha repetido en el último ataque terrorista llevado a cabo en Barcelona, concretamente con la operación puesta en marcha para desacreditar la acción de los Mossos de Esquadra, alabada por el prestigioso diario Wall Street, y ahora, salvando todas las distancias, se emplea la misma técnica para desautorizar a quienes en Catalunya reivindican el derecho a decidir. Euskadi fue pionera al liderar este debate entre los años 2005-2009, pero la intransigencia e intolerancia del PP y PSOE no nos permitió avanzar por esta senda, avalada por el Parlamento vasco, que, además, conectaba con una demanda democrática de la mayoría social.
Es verdad que Catalunya ha llegado mucho más lejos de lo que nunca hubiéramos imaginado cuando se puso sobre la mesa el nuevo Estatuto Político, pero también lo es que sus responsables han asumido muchos más riesgos, que no sabemos aún hacia dónde les llevarán.
Aunque pudiera parecer muy tarde, debemos seguir lanzando llamamientos al diálogo, el acuerdo y el pacto, términos que nada tienen que ver con la búsqueda de la uniformidad, que implica que todos pensemos lo mismo.
Catalunya y Barcelona han sido, son y deberán seguir siendo un modelo de respeto y convivencia, integrado por personas que conocen y valoran la diversidad y la diferencia como motor de crecimiento y desarrollo para construir bienestar, armonía y paz. El abrazo entre el padre del niño de tres años muerto en Las Ramblas, y el imán de Rubí, y los aplausos que recibió en Cambrils la hermana de dos terroristas abatidos, son el mejor ejemplo de ello. Ojalá la política tomara buena nota de este modo de entender el mundo y actuara en consecuencia.
Catalunya y su ciudadanía merecen ser escuchadas, del mismo modo que merecen dirigentes más responsables tanto en su Comunidad como en España. Países como Canadá y Gran Bretaña han demostrado que cuando hay voluntad sincera se pueden buscar soluciones compartidas a las demandas de pueblos con su propia identidad como Quebec o Escocia. Habría que preguntarse por qué estamos inmersos en este caos cuando otros han sabido resolver con pedigrí democrático problemas que en nuestro caso se traducen en: la judicializaciòn de la vida política, la persecución de cargos electos, la presión del miedo ante posibles encarcelamientos, el chantaje de las grandes empresas anticipando una debacle económica y la intervención del Rey al dictado del PP.
España no ha estado a la altura de este proceso desde la aprobación del nuevo Estatuto Catalán, que el Tribunal Constitucional desvirtuó, al dictado de la doctrina del Partido Popular y el PSOE. La corrupción en el seno de CIU, con la familia Pujol como máximo exponente, también ha influido en este contencioso, que pesa como una losa sobre el futuro de una formación política, que no logra en las urnas las adhesiones que pretende.
Preocupa también, y mucho, en este sentido, que la polémica desatada por el referéndum oculte otras prioridades a las que Catalunya no es ajena. Las consecuencias de la crisis lejos de solventarse se han agravado y son muchas las familias y personas que no encuentran trabajo, y cuando lo logran, es siempre un empleo precario y mal pagado. La Generalitat tampoco se ha caracterizado por su conciencia ética y los recortes en sanidad y educación han sido una dura realidad bajo el mandato de CiU, cuestionada por la ciudadanía. Es seguro que el discurso a favor del derecho a decidir podría generar más avales entre la población si estuviera acompañado de un modelo de progreso y profundización en derechos laborales y sociales. Un proyecto de país ilusionante debe tener como horizonte crear una Comunidad de hombres y mujeres libres, que disfrutan de los recursos necesarios para encontrar respuestas a sus aspiraciones vitales.
Quienes están al frente de la opción independentista tienen ante sí una ardua tarea que acometer y que hasta la fecha no han emprendido. Si lo hubieran hecho, con seguridad hoy tendrían más crédito y más apoyos, incluso ante quienes recelan de la ruptura con España.
Ocurra lo que ocurra el 1 de octubre, vienen a mi memoria unas palabras de José Saramago, que dicen : “La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva. En cambio, la victoria tiene algo negativo, jamás es definitiva”.
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