Como dijera el poeta inglés Alexander Pope “los necios admiran, los sensatos aprueban”. Debe ser verdad. Yo, admirador incondicional de ese gran partido, debo ser un necio empedernido, impertérrito, imperturbable al desaliento. Debe haber muchos insensatos en este país, incluido yo, así que a lo mejor me quedo del lado de los sensatos, esos que aprobamos lo que hace ese partido por el que usted me pregunta. Porque parece que hay que estar siempre del lado de los vencedores, sea cual sea la naturaleza de su victoria.
Si me preguntan por el motivo por el que admiro a ese partido por el que usted me pregunta, la respuesta es múltiple e infinita. Pero para no alargar demasiado las excelencias de esa tropa, sólo decir que hay dos razones fundamentales. Una: saber convencer a tal cantidad de aprobadores de cosas que no pasarían ningún tribunal sensato. Dos: tener la habilidad de acusar a los demás de lo que es en realidad ese partido del que usted me habla.
Igual que gobernar no es fácil, en concreto, gobernar es difícil, convencer tiene su intríngulis: tiene detrás una buena experiencia acumulada que viene desde mucho antes de aquel Goebbels. Incluso es anterior a aquella frase atribuida a Henry Ford, según la cual “si la gente entendiese cómo funciona nuestro sistema financiero, creo que habría una revolución antes de mañana”. Sí, antes, la biblia, sin ir más lejos. El sistema ha aprendido mucho desde aquellos remotos tiempos. Ha aprendido, entre otras cosas, que el entendimiento de la gente es susceptible de lo que el sistema diga. Se puede formar, se puede entender, pero siempre habrá adictos al sistema, bien pagados, para que ese entendimiento se ajuste a la realidad que interesa al sistema. En el caso de ese partido por el que usted me pregunta, existen suficientes medios adictos para interpretar lo que pasa en la provincia, en la comunidad autónoma, en el estado, en Europa, en el mundo, incluso en el universo. Prácticamente, cualquier elemento es utilizado para mayor gloria del sistema: educación, religión, publicidad, márquetin, alimentación… Hasta el derecho al trabajo es un mercado.
Resulta que ahora, cuando el ínclito Donald llega a la Casa Blanca, ahora, justo ahora, se puede hablar de populismos de derechas y populismos de izquierdas. Antes, la izquierda no adicta y los gobiernos progresistas latinoamericanos eran populistas. Ahora hay más. A la vista de cómo la prensa mundial está poniendo al ínclito, ya se puede decir que el Partido Popular no se asemeja a ninguno de los dos populismos. Y aquí está la razón por la cual yo admiro al Partido Popular: acusar a los demás (todos los demás) de lo que ellos son: populistas, pero no de derechas. Son realmente de extrema derecha. Porque, ¿qué diferencia a ese partido del que usted me habla del Frente Nacional de Marine Le Pen? ¿Y de su antiguo jefe Bush o del reciente Obama y del actual Trump o de Amanecer Dorado griego? ¿Qué diferencia hay entre una valla en Melilla y una valla en México o en Palestina? ¿Qué diferencia hay entre privar a los emigrantes de cuidados sanitarios de la época del florero Ana Mato y anular la Obamacare? O pequeños asuntillos como la ley Wert, los recortes sanitarios, la ley mordaza, tonterías como las leyes de memoria histórica y dependencia…
Por eso admiro al Partido Popular y a sus amigos del alma: por sus vasos, manzanas, alcaldes y vecinos, esos que se acuerdan de su padre cuando hay subvenciones, privatizaciones a mansalva, mamotretos, gürteles, trajes, púnicas, faysanes, barcenillas, circuitos sin aviones, puertos sin coches, aeropuertos sin barcos, sentimientos y seres humanos…