Carlos Jarabo: notario entre la novela y el saxofón
El notario tiene la obligación de asistir a cualquier particular o “acto público” que reclamen sus servicios. Si acaso “negare sin justa causa la intervención de su oficio, incurrirá en responsabilidad […]”. Así viene dictado desde 1862. Por tanto, planteamientos éticos, políticos, religiosos… son exclusivamente privados y no puede esgrimirlos para negarse cuando lo citan con el fin de dar fe pública.
Pero sí puede narrar y, tras su experiencia, plasmar acontecimientos previsibles por él. Le sucede al notario – novelista don Carlos Jarabo Rivera, cuyo mundo ajeno al despacho también se llena de sones musicados por el saxo tal la lira sonora de Tomás Morales. Lo mismo en conciertos de primera juventud, la Banda de Música moyera –polipentagrámico ser humano este hombre- o en cualquier órgano de iglesia (desde los 15 años, colegio de curas). Y a solas, en la intimidad de un afinado piano… o con el benjamín de los órganos, el armonio (harmonio), armonía (harmonía).
En efecto: Carlos Jarabo novela un sector de la vida misma, como su admirado Blasco Ibáñez. Pero siempre con grandes dosis de ficción y hábiles estrategias técnicas. Así, por ejemplo, la hipérbole, exagerado planteamiento de situaciones: el cliente de un banco (novela La venganza) solicita 200 000 euros. El director –extremada caricatura- eleva el préstamo a 500 000 “para que estés cubierto ante imprevisibles gastos, dice. Ya no eres un cliente, ¡eres un amigo. Tutéame!”. (Desdichado solicitante el protagonista: cayó en la trampa. Inmediatamente contrata con el mismo banco seguros del despacho, de crédito, de vida, plan de pensiones… sin leer la letra chica. Sus padres perderán el piso puesto como aval.)
Carlos Jarabo, novelista, dispone de recursos para exagerar y hacer atractiva su obra. Por ende, tiene plena libertad: combina entorno y fantasía. Así, nadie le puede negar el derecho a partir de su medio vital y profesional con la intención de traspasarlos y arribar a fábulas, mitos o ficciones… a la manera de La Odisea, poema épico griego: acabada la Guerra de Troya (hecho real), Odiseo (Ulises) emprende la vuelta a su reino. Empleará una década, pues será víctima de caprichos o designios divinos. Y se enfrentará a fantásticos acontecimientos (bolsa de los vientos, cíclopes devoradores de hombres, cantos de sirenas…).
Carlos Jarabo vio con nueve años de antelación (La Venganza fue publicada en 2009) la terrible sacudida de nuestra economía (quimera del ladrillo, cierre de créditos, hundimiento de empresas). Significó, a la vez, el aceleradísimo beneficio del sector bancario a base de préstamos fáciles en apariencia dadivosos, ventas de acciones… (“El CGPJ organiza un plan de urgencia ante la avalancha de demandas de cláusulas suelo”, titularon varios periódicos ayer.) Impactado en su condición de hombre reflexivo, justo y honesto, Carlos Jarabo exagera situaciones “para que dieran risa de lo malos que son los malos”. Sin embargo, matiza: “Yo denuncio situaciones, no a instituciones. A fin de cuentas los clientes –acaso embriagados por su propia sinrazón- firmaban todo, como el protagonista de La venganza”.
(Mi interlocutor guarda silencio y fija la mirada en el vacío mientras sorbe la manzanilla sin azúcar. Muy serio, casi en rigor físico total. No quise interrumpirlo: imaginé fuertes impactos en su conciencia social, la cual garantizo y pregono. Realmente, él daba –por obligación- fe pública de tales legalizados contratos. Y tal como sabemos de algunos, quizás la propiedad recién adquirida formaría parte, con el tiempo, de la cartera bancaria. (Yo añado: ¿de cuántos desahucios, estimado lector, ha sabido usted por las noticias?) Pero el empecinamiento del solicitante supera raciocinios y meditaciones: “¡Dígame dónde tengo que firmar! ¡Queremos el apartamento en la playa y el coche nuevo! ¡Este crédito es a muy largo plazo!”. Sin embargo, “Nunca se planteó cómo iba a pagarlo: estaba convencido del “milagro económico”).
la experiencia juvenil con los agustinos había sido magistral: no aprendió inglés, pero sí disciplina a base de guantazos. Y para acabar con las flagelaciones, desarrolló agudezas: se convirtió en un maestro de vericuetos lingüísticos, incluso sin pudor, pues “con los curas aprendí a embaucar con inteligencia y defendía mi palabra mientras los miraba de frente. Era pura autodefensa”. Supo, desde precoces edades, cómo caer bien a quienes solo entendían la razón de la sinrazón: “Agradezco a los curas tal perfecto magisterio”. También es cierto que se granjeó su confianza: solo él sabía tocar el órgano…, sueldo que se ahorraban los agustinos. (Hoy pinta mientras suena de fondo Johann Sebastian Bach. A la vez, repasa con sus hijos la clase diaria de chino.)
Hace años de nuestra amistad. Por eso sé de su conciencia humana, de la ética personal, de comprensiones ante dramas y tragedias ajenos como, por ejemplo, el terrible calvario que significa hacer a un padre heredero de su propio hijo, fallecido días atrás. Le impacta su actuación: “A fin de cuentas, soy un tipo extraño para él; tal vez me ve como persona absolutamente insensible: solo le hablo de papeles, firmas… Y, sin embargo, hablamos de su hijo, adulto recién muerto. Es muy duro. Pienso en mis hijos y lloro en silencio el dolor de aquel padre”.
Por su rigor ético le impactan los usureros, personas beneficiadas legalmente ante impotencias ajenas: “A veces el solicitante del préstamo me pide consejo. Pero es el dinero o el embargo de su vivienda: no tiene elección, me contesta”. Se ve, no obstante, compensado en lo personal cuando pone de acuerdo a hermanos distanciados por motivos de herencias o si articula jurídicamente con éxito ante graves situaciones. Y se siente correspondido cuando logra tranquilizar a alguien desesperado a punto de cometer un disparate…
Tras casi dos horas silenciamos las palabras, ya nocturnas. (Contra ellas nada pudo el sobredimensionado grito de una persona tras el gol del Barça.) A Carlos Jarabo lo sentí natural y sencillo, humano y respetuoso. Diez años después, como siempre, el mismo. De ahí mi respeto.