Cuando uno coge ciertas costumbres –la monotonía puede ser fuente de inspiración- camina por los mismos lugares a las mismas horas. E inicia el atardecer dominguero en la misma cafetería a la busca del cortadito con muy poca leche condensada (más largo de café, por favor), hábitos adquiridos desde las primeras juventudes acaso para romper el embeleso posterior al almuerzo y, así, empezar con ímpetu la calamariada: era el verano sardinero.
No obstante, el buchito cafetil siempre estuvo muy arraigado en mi pueblo, Gáldar. Y el de este domingo pasado me volvió a muchos años atrás, muchos. Lo recordé: gente había que desde las primeras luces del alba ya calentaba el agua para inyectar en su organismo el ennegrecido néctar que abría los ojos como cuartas o antoñitos en hielo, borras de café con quienes algunos también hablaban para salvar a inocentes criaturas, víctimas de extraños desarretos.
Los mentados paisanos míos eran mayores. Ya poco importaban infartos cafetiles o, acaso, nada sabían de ellos, pues cuando se les metía un fuerte dolor en el pecho -cual si un perro rabioso se lo estuviera sajando- más culpa le echaban a Mariquita la de las cartas, maestra de sajumerios, mal di ojos, rezos…. Y ante los males –decían- la medicina no sirve, pues son cosas del alma, no del cuerpo. Y cuando el conjuro se adueña de “los interiores de adentro”, solo la mano de una mujer sabia en tales menesteres puede arrancarles la tragedia, terrible suceso que hará perder el tino a los impactados.
No obstante, cabía una esperanza de ayuda frente a maldiciones ajenas: la santiguadora ubicada en las casas baratas (“Yo te santiguo con la mano de Dios, no con la mía, con los cinco coros de Ángeles y la Misa de Navidad”). Eran precisos los servicios profesionales de mujeres –ellas, en su modestia, hablaban de simples apaños- cuyas miradas trascendían, rompían vínculos terrenales y se diluían por etéreos espacios entre jumaseras del negro tabaco, sangre de un gallo tempranero, algún crucifijo y retahíla de palabras siempre a la búsqueda de seres no mortales. Acaso reminiscencias de Celestina, vieja puta literaturizada en 1499 y quien atiende a su cliéntula para recuperar virgos, satisfacer a ardientes colitas de alacrán, hacer afeites…
Tras el santiguado inicial, el cuerpo del afectado –convulso y calambroso- ya estaba en sus manos ante el silencio de la parentela, obsesionada tras la maldición echada desde los Altos acaso por envidias de las ánimas, venganzas tras cameras afrentas o amores imposibles. Y como la mar resonaba, sus ecos servirían para actuar en nombre de Jesucristo quien “Creó el mar y las arenas y todo cuanto en el mundo hay”. Nadie mejor, pues, para tenerlo como aliado: “Está muy bien de quitar mal di ojo y quebranto y todo cuanto mal en el mundo hay, lo cojo y lo boto al fondo del mar donde no crezca ni permanezca ni criatura humana le haga mal”.
Una mujer de Los Altos lo completa, pues puede saberse el sexo de quien encargó el daño: “Cuando termina tiene que rezar el creo, y la salve. Si cuando rezas el creo abre la boca, es macho. Y si cuando rezas la salve es una mujer la que lo jizo, cierra la boca. Pero esto solo vale pal mal diojo”. También lo recordaba La Ñoña una mañana sardinera: evocó recuerdos infantiles y su memoria volcó los versos escuchados, lamentos iniciales y alegrías posteriores de un hombre herido en su alma, acaso la maldición de un marido a quien no le salían las cuentas del embarazo de su pareja: ”Tres meses embarcao pabajo… y mi mujer preñá de un mes”. Por eso retuvo la Ñoña sus palabras: “Qué grande es la pena mía / que me caí dentro un pozo / y no doy con la salía. / Viva todo lo moreno, / lo moreno amorenao, / lo moreno del Señor / a mí siempre me ha gustao”.
Mis paisanos agradecían el buchito. A fin de cuentas, a veces hasta los ayudaba en su camino por sufrimientos y padeceres. Acaso por tal razón el dominguero cortadito activó también mis recuerdos escondidos y renació a Juanita la de Saúco cuando notó algo raro en su barriga: no estaba “gobernada”, pues se le había ido pabajo de emperrá questaba, más allá de las paletillas. El curandero tenía buenas manos con la cinta encarnada, sabía las palabras todas. Dos veces llegó a medírsela, dos veces acertó. Y eso que una vez se enroñó el hombre con Juanita, pues esta creía que él era un mentiroso: se le murió de verdad una sobrina cuando él la santiguaba antes de untarla con tierra molida.
Pero no era tierra y ya está, en absoluto. Mientras la escachaba “llevaba la santa maría, que le dicen, la negra”. A la vez le echaba el santiguao, como cuando le curó a su nieto la disipela al lado de la boca, seguro que fue un mal diojo de una vecina que no se preñaba. Y lo curó con la tierra molía arrejuntá con borras de cafén y la tierrilla. A la par, los rezaos y la Santa María: el chiquillo mejoró.
El problema grande fue cuando llamaron al de La Gollá, cuya vaca estaba enferma: necesitaba una santiguá. Pero era mediodía, y ya se sabe: el santiguao de ese ansí es al oscurecer o antes de salir el sol. Pero se comprometió: “Se lo voy a jasé por ustedes”. Hubo suerte: la vaca curó. Cho Manué lo había jurado: como se le muriera, le rajaba la barriga a uno que lo tenía enfilado, “seguro que pagó para que se muriera”. Después aprovechó para curar a un sobrino, jerniao y con el ombligo medio salío. Por suerte tenían un eucalitu blanco: pudo pisarlo mientras cantaba el rezado y lo descascarillaba. Antes de despelarlo del todo, ya estaba el niño bueno.