Sorpresas en Bodegón Juanito
Catalina Morgan y Eufrasio Monleón.
Lo primero que hicieron nuestros jefes cuando llegamos a la redacción fue preguntarnos qué horas son éstas de llegar. Lo segundo y eso les honra, es dónde han estado ustedes que vienen con esas ojeras y lo tercero fue que si habíamos estado yaciendo uno con otro en una noche de orgía y desenfreno.
– De orgía, no, pero de desenfreno, lo que ustedes quieran, señores jefes – respondió Catalina.
– Eso – rubricó Eufrasio con toda la fuerza de la que fue capaz, que no fue mucha.
– Ya pueden ustedes traer una historia que valga la pena, teniendo en cuenta todo lo que esta editorial está invirtiendo en ustedes dos.
– No podemos adelantar nada. Lo sentimos. Sólo decirles que hoy tenemos una comida, que debe de pagar la empresa, con cierta persona que nos dará mucha información sobre el asunto sobre el que estamos, cual perros de presa. Así que la empresa podría aflojar unos euritos que quiere la empresa que esta empresa llegue a buen puerto. Y sin trampas, que la empresa se pasó varios pueblos con el temita del bono de la guagua.
– Espero – ordenó el jefe supremo – que la historia sea muy buena, porque esto hay que devolverlo con intereses -. Puso un billete de veinte euros, se quedó tan campante y se levantó con la excusa de “tengo una reunión importante.”
Llamamos a casa Juanito para reservar mesa para tres y emprendimos viaje hacia la carretera de la Esperanza, esta vez nos llevó Julito, el conductor de la empresa que sólo está al servicio del dueño y señor.
Entramos en el Bodegón y Luciano no estaba. Pedimos cervezas para aclarar las gargantas (que pagamos con nuestro dinero), una ropa vieja para desaclarar y un queso del país. Al cabo de un rato llegó Luciano que una bolsa bastante grande colgada al hombro.
– Buenas tardes don Luciano.
– Aquí le dejo esto. No quiero su comida. Ustedes no me conocen y yo me voy lejos de estas islas – dicho esto, Luciano desapareció por la puerta del Bodegón Juanito y a nosotros se nos quedó la boca abierta durante un largo rato, hasta que el camarero nos preguntó qué íbamos a comer. Un largo silencio y le pedimos la cuenta.
– Con las garbanchas ya tenemos suficiente. Gracias.
Miramos el contenido del saco, sin hacer comentario alguno, cogimos la guagua de vuelta a la redacción y la sorpresa fue que no había reproductor de cintas VHS. Menos mal que siempre hay algún friki en la redacción y trajo uno de su casa o que lo consiguió en el chino de la esquina. Lo enchufamos a la tele y empezamos a flipar en colores. Luciano tenía, no sabemos por qué ni para qué, montado un kit de espionaje en los pequeños cuartuchos situados en uno de los lados del garaje del Mamontreto. Alucinamos.
Eran nada menos que catorce cintas de video de dos horas cada una llenas de imágenes y sonidos que iban a suponer verlas durante unos cuantos días.