Que el mundo contemporáneo es, desde el punto de vista humanitario, muy cuestionable resulta evidente a poco que tengamos en consideración los múltiples informes que realizan organizaciones comprometidas con el cumplimiento de los Derechos Humanos.
En una situación de indignidad tan escandalosa como es la esclavitud, una fundación (“Walk Free”) elabora índices globales en los que se constata que alrededor de 46 millones de personas sufren, a día de hoy, algunas de las variantes modernas de esa lacra: la trata de seres humanos, los trabajos forzosos, la servidumbre por causa de deudas, los matrimonios forzados y la explotación sexual. Y que cinco países -India, China, Pakistán, Bangladesh y Uzbekistán- concentran el 58% de la esclavitud mundial. Con respecto a los emparejamientos impuestos, el último informe de la ONG Save The Children denuncia que, cada año, 15 millones de niñas se casan antes de cumplir los 18 años en países como Afganistán, Yemen, India o Somalia.
No cabe duda de que en múltiples lugares del planeta todavía existe una vulneración generalizada de la dignidad humana, una violencia estructural que oprime a multitud de personas, siendo las principales fracturas humanitarias las que se dan entre privilegiados y desposeídos, entre propios y extraños y, como no, entre hombres y mujeres. Algo tan azaroso como haber nacido mujer es aún un “motivo” para padecer infinitas iniquidades. En el primer y en el tercer mundo, en ámbitos de opulencia y de miseria, en tiempos de paz y de guerra.
Aunque conviene no olvidar que el machismo va más allá de hombres y mujeres, pues es un paradigma cultural, fuertemente institucionalizado, que nos discrimina y aliena a todos, la masculinidad (y los hombres que la encarnamos) está, desde luego, más que comprometida en el mantenimiento de las dinámicas de subordinación sexual, ejerciendo, casi siempre, el papel de la explotación y el dominio.
Hay vejaciones de todo nivel, desde masivas y espeluznantes, como las violaciones generalizadas en toda circunstancia bélica, a ocasionales y pasivas. Como la ocurrida en estos días en la Audiencia de Alicante, en la que las tres magistradas encargadas de dictar sentencia han absuelto a un empresario de un delito de agresión sexual por realizar un contrato laboral que incluía la condición de que la empleada mantuviera relaciones sexuales cada vez que él se lo solicitara, entendiendo que dicho requisito estaba claro desde un principio y la empleada aceptó el trabajo consciente de las “condiciones”.
Con todo, también está constatado que el mundo actual es menos violento y atroz que en el pasado. Y hay mucho más que indicios de que, junto a la inaplazable liberación femenina, lo masculino está, asimismo, redefiniéndose en términos de equivalencia, concordia y complementariedad entre los géneros.
Hay múltiples muestras de ello. Como ilustra el reciente caso, inmortalizado en una fotografía que se ha vuelto muy popular, en el que dos hombres jóvenes, miembros de una de las agrupaciones folclóricas catalanas que conforman “castillos” humanos, se
besaban en la boca tras completar un reto. Los protagonistas han declarado que consideran su conducta heterosexual y que son partidarios de la “libertad” en las relaciones. “Nos besamos como amigos”. Y expresando “(…) los valores que queríamos transmitir, que nos gusta la diversidad sexual, la muestra de afecto sin ninguna limitación, tanto si eres mujer como hombre”.
Si, la masculinidad también evoluciona. Aunque, siguen habiendo conductas asociadas a la masculinidad, tremebundas. Vinculadas, hasta hace muy poco, exclusivamente a la condición masculina, algunas están institucionalizadas, son legales y tienen la consideración de profesiones, como son los ejércitos y las policías. Estos cuerpos armados de seguridad de los estados, que se justifican en la ineludible defensa de la patria, en la protección de la ciudadanía y en una abnegada vocación de servicio, a lo largo del pasado y en multitud de naciones en la actualidad, se han empleado para asegurar las arbitrariedades más tiránicas del poder y sus ambiciones expansionistas, practicando –dentro y fuera, a propios y extraños- la represión más cruenta. Esta concepción guerrera y violenta del orden social y del derecho internacional resulta, en términos humanitarios, tan indigna como injustificable.
Otras dinámicas omnipresentes de coerción viril son, no obstante, informales e ilegales. Los grupos paramilitares, las mafias urbanas y las bandas callejeras existen para aplicar los atajos que el orden legal no contempla y para apropiarse de los botines que el poder no autoriza. Están en la zona de sombra de las sociedades y también se expresan violenta y despiadadamente.
No obstante, el ámbito más pavoroso de la violencia vinculada a los hombres es el doméstico. No existe peor infierno que un hogar corroído por los insultos y las amenazas, por las vejaciones y los amedrentamientos, por las palizas y las violaciones. Cuando un hombre se comporta como un depredador con la mujer con la que convive, con la que, en algún momento, ha considerado la persona amada, su compañera y amiga, su abyección moral alcanza niveles extremos, solo superados por la pesadilla del maltrato infantil.
La expresión “La maté porque era mía” contiene el sumun del horror y la patología del género masculino. Muchas cosas se han tenido que romper dentro para que los nacidos de sus madres, los hermanos de sus hermanas y los padres de sus hijas terminen siendo sus matadores.
Pero, en algún momento, habrá que reflexionar socialmente sobre cuánto, en cada caso, hay de monstruo y cuánto hay de víctima –de peligrosísima víctima- en los propios maltratadores pues ¿está sólo en la condición masculina la pulsión de matar? ¿Un hombre que maltrata y mata sin provocación equivalente padece una psicopatía? ¿Dentro de un depredador hay un ser depredado?
Desde luego, cuando los prejuicios y valores de una persona, cuando sus frustraciones, pretensiones e inseguridades le llevan a abusar de sus semejantes, hay que detener al abusador y proteger a sus víctimas. Pero habrá que hacer mucho más que eso, si queremos entender la trágica condición humana que soportamos y ponerle remedio ¿Cómo justificar la convivencia de lo angelical y lo demoníaco en nuestra naturaleza? ¿Hasta cuándo la guerra entre los sexos?
Los hombres que nos reconocemos heterosexuales tenemos mucho que hacer al
respecto, personal y colectivamente. Y no solo en la dirección de desprendernos de la alienación machista. También, en la vindicación de una masculinidad consciente y empática que aspira a la complementariedad con lo femenino, que tiene mucho amor que aportar a las mujeres, nuestras queridas madres, hermanas e hijas, nuestras compañeras, amigas y amadas. Os anhelamos, mujeres.
Por Xavier Aparici Gisbert, filósofo y emprendedor social.