Catalina Morgan y Eufrasio Monleón.
La limpieza no es muy buena dentro del Mamontreto
Cuando estábamos a punto de irnos porque allí dentro no se vislumbraba nada de interés ni periodístico ni del otro, descubrimos una puerta por cuyas las rendijas se filtraba luz. Nos miramos extrañados, acercamos el oído y decidimos llamar. Cual fue nuestra sorpresa cuando un individuo, perfectamente vestido, con su pantalón de tergal, camisa blanca de manga corta y corbata a juego se encontraba al otro lado de la puerta invitándonos a entrar, sin ningún tipo de pregunta previa ni posterior. Entramos, claro, pero sin entender nada.
– Pasen, hermanos, sean bienvenidos a la casa del señor.
– ¿Qué señor? – preguntó Catalina. Ahora las sorprendidas eran las cincuenta y pico personas que se encontraban en aquella sala bien iluminada.
– ¿Cómo que qué señor? El señor nuestro señor, padre de todos nosotros.
– Ah, claro. Es que estoy un poco confusa. Ustedes son…
– Testigos de Jehová – contestaron a coro los allí presentes, menos los redactores de este artículo. Nos miramos y pensamos lo mismo: imposible que Luciano no hubiera escuchado ese estruendo – ¿Quieren ustedes compartir con nosotros la alegría de esta reunión de hermanos en Jehová?
– Pues sí, si ustedes lo permiten.
– De inmediato, unas sillas para estos dos nuevos hermanos que se unen a nuestro círculo de creyentes.
– Bueno, nosotros, sólo queremos mirar e informarnos un poco, a ver si… – Nada más terminado de decirlo, nos miramos, a ver si esta gente iba a pensar que somos unos voyeurs.
– Como quieran, tienen ustedes total libertad para moverse a su gusto. – Nos informó el que parecía ser el líder de aquella tropa.
– Muchas gracias. – Contestamos al unísono.
Alguien empezó a cantar, y los demás lo siguieron, acompañados de un pequeño órgano infantil, unas castañuelas y una guitarra española. Ninguno de los dos que suscriben este artículo somos muy entendidos en música y menos en música religiosa, pero sí somos capaces de afirmar que allí de los cincuenta y pico presentes, desafinaba más del noventa por ciento. Aun así, callamos conteniendo la risa como pudimos. Concluido el canto, nos invitaron a compartir lo que se suponía, según sus palabras, una frugal cena, consistente en carne cochino, papas arrugadas, hamburguesas de ternera lechal, carne fiesta, mermelada de frambuesa, queso de varios tipos, incluido el emmenthal y el noruego, jamón de pata negra, chorizo perro, berberechos, fantas, cocacola, cerveza sin alcohol, por supuesto, y una enorme tarta de nata con fresas, nueces y chocolate.
– La tarta la hizo la hermana Segismunda – nos informó el señor de la corbata. Uno de los señores de la corbata, porque, en realidad todos eran iguales.
– Pues está buenísima la tarta de la hermana Veremunda. Felicítela de nuestra parte, por favor.
– Segismunda – nos corrigieron al unísono los allí presentes.
– Eso – respondimos los dos, también al unísono.
En una de las esquinas de la sala descubrimos unas caras que nos resultaron familiares y que nos perecía a los dos que intentaban esconderse y huir de nosotros dos. Regordetes, blanquecinos, mofletudos, de modales refinados y trajes hechos a medida y oscuros.
– Son curas – susurró Eufrasio.
– Serán curas de la congregación – respondió Catalina.
– Eso seguro, porque mira como comen. Como cerdos.
– ¡¡Son obispos!! – susurró un poco más alto de lo normal Eufrasio.
– No chilles, Eu, que nos van a echar.
– Pero míralo. Esa cara es de un obispo de la iglesia católica, apostólica y romana.
– Ahora que lo dices… Intenta sacarles una foto. No uses el flash.
Cual héroe de cualquier epopeya, acercose Eufrasio, móvil en mano, a la esquina reseñada y sin cortarse un pelo, les hizo una foto a los dos presuntos obispos. Éstos se pusieron muy nerviosos y tensos al darse cuenta de la acción de Eufrasio, el cual, rápido como una centella, se colocó al oído de uno de ellos y le susurró:
– O me cuenta qué está pasando aquí o esta foto sale ahora mismo hacia la redacción de mi periódico.
– No puede usted hacer eso. Va contra la ley de dios y de todos los santos.
– Usted verá, eminencia.
– De acuerdo. Salgamos.
Una vez fuera de la sala de los actos, ya en la gran zona de aparcamiento, los dos presuntos obispos empezaron a cantar. Comentaron que se habían cansado de las prerrogativas que tenían en la iglesia católica, apostólica y romana y que se habían cambiado aprovechando una oferta de los testigos de Jehová la primavera pasada.
– Nosotros aportaríamos la mitad de la cuota normal a cambio de que nosotros profundizáramos en la forma de pensar de nuestra iglesia.
– Pero ustedes aún siguen siendo obispos de la iglesia católica. – Puntualizó Catalina, tan suspicaz como siempre.
– Sí. Nuestra fe se debilita, pero si causamos baja en la iglesia católica, también se debilitarán nuestros bolsillos, así que, de acuerdo con los responsables de los testigos, continuaremos perteneciendo a la iglesia de siempre.
– ¿Y eso no les crea remordimiento de conciencia?
– La conciencia, hijo mío, es algo que hemos perdido desde hace tiempo.
A la luz de las linternas de la tienda de la esquina, los obispos iban adquiriendo, por momentos tonos rojizos, no sabemos si de vergüenza o porque se estaban perdiendo, por nuestra culpa, la comilona que se estaba desarrollando en el interior del cubículo.
– Bueno, eminencias, nos despedimos hasta otro momento.
– Por favor, esto no lo irán a publicar, por dios bendito y el otro.
– Lo publicaremos, pero no mencionaremos ni su rango ni sus nombres. No se preocupen. – Mentimos, claro.