En la escalerilla del barco lo esperaba Susana Soto con el niño en brazos. Manuel Cabrera no lo había visto nacer, era hijo de su hermano Antonio, asesinado por los fascistas en el palmeral de Santa Brígida, cuando Eufemiano y su Brigada del amanecer sacaron de sus casas a más de ochenta hombres y mujeres para desaparecerlos.
Eran paisanos de todo el centro de la isla, desde La Calzada hasta Cueva Grande, maestros, jornaleros, el cartero de las Meleguinas, camineros, campesinos honrados…, integrados en la CNT y la Federación Obrera, todos masacrados la misma madrugada del 37, arrojados a varios pozos., a la Mar Fea y a la Sima de Jinámar.
Al pobre Antonio lo mataron por rebelarse, por intentar resistirse a la detención, descuartizado por orden del tabaquero, los falangistas lo golpearon salvajemente bajo las palmeras con las varas de acebuche hasta despedazarlo, muriendo desangrado sin emitir un solo lamento.
En Venezuela Manuel decidió iniciar una nueva vida en el exilio, logró escapar de la brutal persecución por toda la cumbre y centro de Gran Canaria, hasta que logró embarcar hacia la costa africana, para a los cinco meses conseguir plaza en un barco hasta el continente americano.
Ya en el muelle salieron a paso lento, la mujer, el hombre con Antoñito en brazos. No hablaban, el silencio lo decía todo, no era necesario emitir palabra, solo las risas del chiquillo de pelo rizado, rubio y de ojos azules, mientras jugaba con la barba cana de aquel ser de ojos muertos, petrificados por el terror de la maldad ilimitada del ser humano.
Nada más llegar a la humilde casita de La Plata el hombre se tumbó en la rudimentaria hamaca junto al pequeño jardín, bajo la centenaria higuera. Le vino de repente la imagen subiendo con sus compañeros las laderas de Mogán entre tabaibas y cardones, un paisaje agreste, de ese color indefinible, como un mundo imposible, ancestral, donde ya otro pueblo también tuvo que emprender la huída de la masacre castellana, donde hombres que hablaban otra lengua asesinaron a miles de indígenas para quedarse con las tierras de sus antepasados.
Recordaba Manuel la emboscada llegando a Pajonales, cuando cerquita de la cascada de Linagua los ametrallaron los falangistas y guardias civiles, como caían acribillados sus amigos del alma, como una bala la atravesó el hombro y pudo escabullirse entra las ráfagas amparándose en la semi oscuridad de aquel atardecer de agosto, subiendo por la ladera entre los pinos, hasta que en la carrera se dio cuenta de que nadie lo acompañaba, que los veinte camaradas habían caído, que estaba solo dejando un reguero de sangre que brotaba como un manantial de la profunda herida.
La hamaca lo remaba como cuando su madre lo acunaba en la vieja caja de tomates, le vino una sensación de amparo, las caricias en su cabecita mientras mamaba en medio de los surcos aparceros, en la cuevita de Cho Pancho Damián, cuando saboreaba aquella leche calentita que lo saciaba y le curaba el terrible mal del hambre jornalero, las fiebres de la tuberculosis y el tifus, sintió que allí estaba salvado, pero que jamás podría superar la muerte de sus compañeros y camaradas del sindicato.
Se durmió como un bebé, mientras Susi preparaba un caldo de papas con los restos de la verdura que había comparado en el mercadillo popular de Ituzaingó. No podía soñar, hacía meses que su cuerpo temblaba desde que entraba en el mundo desconocido, cuando cerraba los ojos todo era muerte, tortura, violaciones de sus compañeras a manos de aquella banda de Falange y Acción Ciudadana.
Esa noche le vino todo de repente, percibió un sabor a caldo caliente en su boca, el aroma de la viejita, su abuela, ya muerta, cuando le calentaba en el fogón de petróleo la comida del día al llegar del trabajo. Ya todo parecía de colores, la inmensidad infinita quizá, la marea de la sangre impregnando su limpia piel, el olor a rocío.
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