Hasta hace nada, justificaban todo con tal de continuar en el machito y ahora se rasgan las vestiduras. Se olvidaron en todo momento de asumir la culpa de la pasividad que plantea Jasper, la culpa moral por cada fracaso que reside en la negligencia por no haber emprendido todas las acciones posibles para oponerse a una práctica extendida e institucionalizada. Y es que hay omisiones culposas que hacen el mismo daño o más que las acciones. Y no pueden quedar diluidas en un mero grito de cólera por el cargo perdido. Ya lo dijo Gramsci: “la indiferencia es el peso muerto de la historia…pero nadie o muy pocos se preguntan: si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad ¿habría pasado lo que ha pasado?” Si Cardona y tantos como él hubieran gritado como lo están haciendo ahora cuando aún estaban en las alcaldías, en otras instituciones o en el partido como cargos orgánicos o militantes de base ¿habría pasado lo que ha pasado? Si la ciudadanía no prestara su voto incondicional a una organización política implicada hasta el tuétano en la corrupción ¿habría pasado lo que ha pasado?
Los militantes del Partido Popular de manera genérica, sus cargos públicos y orgánicos, los ciudadanos que han permitido con su voto, su apoyo o su pertenencia, la reiteración de prácticas anómalas, no pueden eludir su responsabilidad ética y política después de haber asumido el acatamiento de lo que ha pasado. Ya lo decía Cicerón cuando manifestaba que se puede quebrar la justicia activamente, cometiendo el delito, o pasivamente que es cuando se mira para otro lado a causa de la desidia, el temor, la indolencia o la complicidad. La indignación con la boca chica, como ha expresado Mcluhan, “es una técnica moral utilizada para dotar de dignidad al idiota, lo único cierto es que no afrontar el problema de la corrupción o hablar de él solamente con hipócritas declaraciones de buenas intenciones son, ambas, soluciones pésimas ante un fenómeno del que es difícil negar la importancia en el curso de nuestra historia”.
Es la ceguera moral de la que hablan Zygmunt Bauman y Leonidas Donski (Ceguera moral. La pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida. E. Paidós); es la adiáfora, un neologismo que crea Bauman para señalar al hecho de “situar ciertos actos o categorías de los seres humanos fuera del universo de evaluaciones y obligaciones morales”, para hacer notar la indiferencia con la que una parte de la sociedad afronta lo que sucede a su alrededor, para remarcar su abotargamiento moral. Y es que, apunta, “a medida que la negligencia moral crece en alcance e intensidad, la exigencia de analgésicos asciende imparable, y el consumo de tranquilizantes morales pasa a ser una adicción”. Aparece entonces, remarcan los autores, una insensibilidad moral inducida y artificial que tiende a convertirse en una compulsión o “segunda naturaleza”, mientras el dolor moral es despojado de su saludable papel de advertencia, alerta y agente activador. Con el dolor moral asfixiado antes de que adquiera una presencia realmente inquietante y enojosa, la red de los vínculos humanos, tejida en el hilo moral, es cada vez más débil y frágil, y sus costuras se descosen. Sucede con la violencia y el asesinato durante las guerras y con los incesantes escándalos políticos que disminuyen o inhiben completamente la sensibilidad social y política de la gente que termina aceptando los horrores de la guerra o la corrupción.
“Vivimos en una era no solo de inflación monetaria, sino también de inflación –y por lo tanto devaluación- de conceptos y valores”. Los juramentos se incumplen ante nuestros propios ojos sin que pase nada cuando antes era la causa de exclusión social de un individuo. Se violan las palabras dadas y las promesas, se utiliza la mentira, se devalúan los conceptos… Asumimos dulces mentiras sobre nosotros mismos y lo que sucede alrededor o desenvainamos la espada del olvido deliberado para hacerla caer sobre los que recuerdan nuestra debilidad y nuestros vicios.
Es la ceguera moral, remarcada por Donski, elegida, autoimpuesta o aceptada con fatalidad. Que abona el individualismo, el consumismo, la privatización de la vida pública, la pérdida de la sensibilidad ética…Y, como plantea Lutz Niethammer, la descomposición de la esperanza atribuida a los políticos conocidos por generaciones anteriores y considerados como el estímulo y el motor de la historia.
El filósofo Aurelio Arteta (Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente. Alianza Editorial) afirma que la pasividad tiene como producto el crecimiento del mal social y el poderoso comete actos injustos ante el –y gracias al- silencio o el apocamiento de muchos: “Hay omisiones que producen tanto daño como las acciones”.
Como dice Adela Cortina (¿Para qué sirve la ética? Paidós) ”ningún país puede salir de la crisis si las conductas inmorales de sus ciudadanos y políticos siguen proliferando con total impunidad”. Ni tampoco dándose ahora golpes de pecho mientras se miraba para otro lado al tiempo que se esquilmaba al Estado. Al tiempo que se nos esquilmaba a todos.