Es tal la chulería y el cinismo del Partido Popular que en su página web publica “Hemos aprobado el paquete de medidas contra la corrupción más importantes desde 1977” afirmando que con Rajoy se ha avanzado más en la lucha contra la corrupción que “en cuatro décadas de democracia”. Parecen olvidar esa aprobación, utilizando el rodillo de su mayoría absoluta, al final de la legislatura, deprisa y corriendo, de la Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal considerada por jueces y fiscales como una ley que favorece “la impunidad” para los grandes procedimientos, especialmente los referidos a casos de corrupción. Todas las asociaciones de jueces y fiscales, a los que se unieron posteriormente el Consejo General de la Abogacía, han rechazado la limitación de los plazos de instrucción. También el Partido Popular fue el responsable único de cambiar el término imputado por “investigado”, en la fase de instrucción, y por “encausado”, tras el auto formal de acusación, porque el término tiene “un nivel de contaminación semántico muy alto”. Sin comentarios.
La desvergüenza de Rajoy llega a tales niveles que no se sonroja al afirmar que “la corrupción no tiene porqué dificultar las negociaciones para formar Gobierno”. Parece desconocer el expresidente Mariano Rajoy que la corrupción corroe la capacidad del Estado de redistribuir los recursos entre los diferentes grupos y regiones, de implementar políticas de desarrollo coherentes y racionales, de transformar la sociedad siguiendo prioridades sociales, en definitiva, la corrupción política impide que una comunidad política alcance sus objetivos políticos. Ello implica que, evidentemente, la corrupción y las medidas que se han tomado contra ella deben afectar a cualquier pacto político y es que etimológicamente la palabra corrupción proviene del latín y significa “echar a perder”.
Pero Rajoy seguirá negando lo innegable. Es tal el despotismo del Partido Popular que uno de sus altos cargos, imputado en el “caso Imelsa”, montó un local para, presuntamente, blanquear dinero denominándolo “Que hay de lo mío” y les pareció graciosa la ocurrencia… o eso creían.