Xavier Aparici Gisbert, filósofo y emprendedor social.
{mosimage}Los seres humanos convivimos en tres ámbitos fundamentales: en la intimidad, en la comunidad y en la sociedad. El espacio de la vida íntima es, desde la dimensión personal, el más relevante. Esa esfera psicológica, afectiva y relacional la conforman, habitualmente, la familia en la que se ha nacido, la pareja y los hijos propios, las amistades más entrañables y uno mismo, en su relación más individual.
Nuestra condición natural de animales sociales y nuestra específica manera de vivir familiarmente hacen que nuestro modo de ser y nuestra autoestima tengan mucho que ver con las actitudes y relaciones establecidas en la familia a la que pertenecemos. Aunque no solo, ni durante todo el tiempo. En la cultura occidental, desde los inicios de la Modernidad, el reconocimiento del laicismo y de la dignidad personal ha traído importantes consecuencias al modo de vida cotidiano. Actualmente, ya no existen los fuertes lazos de responsabilidad intergeneracional característicos del modelo familiar tradicional, el vínculo de pareja y la paternidad se han disociado en muchos casos y, para muchos adultos, vivir en soledad y más vinculado al círculo de amistades que al grupo familiar, ha dejado de ser una excepción.
A todo ello, no ha sido ajena la excesiva jerarquización de las relaciones familiares propia del patriarcalismo machista, que es fuente de sumisión y de extrañamiento íntimo para múltiples generaciones de seres humanos. Por ello, reivindicarse antes como persona que como familia o pareja, ha resultado ser tan liberador. Pero no, si es a costa del afecto auténtico, el reconocimiento sincero y el apoyo solidario que nuestros familiares y personas queridas pueden llegar a darnos, como nadie. El desarraigo es una grave enfermedad social del mundo moderno a la que hay que hacer frente, también, desde la dimensión familiar y amorosa.
La adultez autónoma, libre para ser y para establecer relaciones incondicionalmente, es –desde luego- un logro civilizatorio: la emergencia de la individualidad, íntimamente autoconsciente y socialmente reconocida, puede considerarse un auténtico hito en la incierta búsqueda de la emancipación íntima. Y en la comunitaria y social, pues, mal pueden mantenerse relaciones vecinales, profesionales y cívicas satisfactorias si no son protagonizadas por personas emancipadas de la ignorancia y de la sumisión y en paridad de condiciones, derechos y deberes.
Por ello, en un mundo que clama por la reconciliación general, la prevalencia del viejo orden, centrado en el autoritarismo clasista, es uno de los ejes de la fractura global en la que las generaciones actuales estamos inmersas. Porque ya sabemos que todos los seres humanos somos únicos, comunes y equivalentes en dignidad. Porque somos conscientes de que estamos en una crítica encrucijada cultural, demográfica y medioambiental a nivel global. Y porque contamos con la feliz coincidencia de una vasta experiencia acumulada en el difícil arte de sobrevivir, potenciada por una revolución tecnológica altamente eficiente para asegurarnos las condiciones -materiales y sociales- de vida diga a cada ser humano, y su conservación para las generaciones venideras.
El problema está, por tanto, en el obsoleto sistema institucionalizado de acaparamiento y exclusión del que venimos. La solución, va a requerir importantes e inéditos cambios generales. Y, también, íntimos, Ha llegado el tiempo de, por fin y desde cada cual, liberarse.
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