Francisco González Tejera
{mosimage}Carmen ya sabía que Matías iba a ser fusilado, llegó a tiempo al campo de tiro de La Isleta para despedirlo, parecía sereno a pesar del fatídico momento, no dejaba de escribir cartas de despedida. A pocos metros se escuchaban los llantos de parte de sus compañeros encerrados en pequeñas baterías, especie de cuevas, no entendía que les dieran ese gusto a los verdugos, se mantenía con una tranquilidad inexplicable a pocos minutos del fusilamiento.
Doña Carmen Delgado Expósito, casada con Matías López Rodríguez, cuando enviudó de la madre de Matías, Dolores Morales Suárez, hizo todo lo inimaginable para evitar la muerte de su hijastro. En esos segundos infinitos su mente viajó a los días 26 y 27 de enero de 1937, cuando se dirigió al Cuartel de Ingenieros de La Isleta (Gran Canaria), para presenciar el Consejo de Guerra que condenó a muerte los cinco de San Lorenzo, el instante en que el muchacho de solo 25 años se despidió de ella, los seis capitanes que no les tembló la mano para firmar la sentencia que condenaba a aquellos hombres a morir, a ser fusilados, simplemente por pensar diferente, por defender la legalidad constitucional.
Esa misma noche Carmen viajó a Tenerife para hablar al día siguiente con el criminal de lesa humanidad responsable directo de los más de 5.000 asesinatos franquistas en las islas, General Dolla, ante el que se arrodilló para pedir clemencia por su hijo, a lo que el fascista le dijo que ya todo estaba cerrado por el generalísimo desde Burgos, que era imposible evitar que la sentencia se cumpliera, encargando a un Capitán Ayudante a que le redactara una carta: “Madre afligida ruega indulto para su hijo condenado a muerte Matías López Morales con motivo de la Semana Santa”. Acompañándola luego dicho oficial a la salida invitándola a mantener relaciones sexuales esa misma noche a cambio de la vida de su hijo, a lo que ella se negó y salió corriendo del recinto militar.
Ese triste 28 de enero y mientras esperaba al general unas monjas la preguntaron por el motivo de su visita, Doña Carmen les contestó “Vengo a pedirle clemencia al general porque me condenaron a muerte a un hijo ayer”. Las monjas contestaron “Pues si lo han condenado es porque es un malhechor y tiene causa para eso…”
Todo pasaba tan rápido por su mente, tantas peripecias y gestiones para ahora verse ante su hijo instantes antes de ser asesinado, viendo cuando se aproximaba la hora del fusilamiento a las cuatro de la tarde a un grupo numeroso de falangistas que iban a presenciar el asesinato como los que iban a una celebración, a los que Carmen les dijo al pasar “Corran que se les escapa la fiesta”.
Matías la miraba, levantaba la vista mientras escribía apresurado, tranquilo, sereno, sin remordimiento alguno, consciente de que moría para construir un mundo mejor, llegando en ese momento un teniente con una botella de coñac y le dijo “Toma muchacho, tómate un buche para que te serenes”. Matías le contestó: “¿Más sereno me quiere? Usted es el que no lo está, yo no bebo nunca y hoy menos lo haré. Estoy escribiendo a mi padre varias cosas, hablando con mi madre que es un ser extraordinario y ha venido a acompañarme hasta el último momento en que me van a asesinar después de estar indultado dos meses y mi padre voluntario sirviendo en Fernando Poo, que con los accidentes que han pasado allí está vivo de milagro. Ya que usted me ha traído el coñac selo agradezco, yo desearía solo una botella de agua para refrescarme la boca”.
Carmen llevaba en su bolso un pañuelo rojo que Matías le había encargado antes de salir para el campo de tiro, que le cubriera la cara y ella así lo hizo, comprando un metro de seda roja y flores también, cinco flores, una para cada fusilados. Afirmando Carmen en sus memorias una vez fusilado su hijo que: “(…) Yo le limpié la cara y el lado derecho e izquierdo que estaba embarrado de sangre y tierra, pues al darle el tiro de gracia, el compañero de oficina estaba temblando y se lo dio en el ojo en lugar de dárselo en la sien. Estaba aquella masa de sangre en la guerrera, lo tapé con varios pañuelos y luego le cubrí el rostro con un paño rojo. Yo no lloraba pero si decía ¡Ay mi hijo, como te acribillaron a balazos las balas asesinas! Y el comandante me decía a mi lado ¡Calma señora, es usted admirable! Luego compartí el ramo de rosas rojas entre todos, eran cinco con el mío. Más tarde llegó una mujer dando gritos y con palabrotas insultando a Franco, la mandaban a callar, pero no se callaba. Entonces no sé lo que hicieron con ella, yo no la vi más.”
El acto de inmensa dulzura de Carmen ha quedado para siempre en los anales de nuestra humilde historia, la historia de un pueblo destruido, masacrado, de las mujeres invencibles, dispuestas a todo por cuidar y proteger hasta el final a sus seres más queridos, enarbolando la bandera de la ternura y el amor infinito.
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