Xavier Aparici Gisbert, filósofo y emprendedor social.
{mosimage}Una persona librepensadora es aquella que se atiene a un modo de posicionarse intelectual y éticamente en la vida no mediatizado por la autoridad, la tradición o los dogmas; es la que busca las certezas sobre las cosas y la gente centrándose en la lógica, lo razonable y lo contrastable, buscando la imparcialidad y la independencia de puntos de vista impuestos.
El pensamiento libre revolotea, probablemente, desde siempre en el ánimo humano, pero como fenómeno cultural emergió, históricamente, en la Modernidad, en la corriente filosófica denominada “la Ilustración”, que hacía de la lucha contra el oscurantismo y la superstición su bandera.
A las instituciones de poder, y a las ideologías que las pretenden validar, no les gustan ni los librepensadores, ni sus pretensiones, ni sus actitudes. Insertos como estamos en sistemas jerarquizados de acceso a los bienes y servicios culturales, políticos y económicos, que haya quienes busquen preguntarse sobre los porqués y los cómos, sin atenerse a lo determinado, y que, además, pretendan expresar sus valoraciones y vivir de acuerdo a ellas sin sujetarse al orden establecido, no gusta a los poderosos, ni a sus servidores. Las persecuciones ideológicas, las censuras y coacciones y las cárceles han sido –y son-, a menudo, las respuestas del poder para los que se atrevían a juzgar “el traje del Emperador”, a denunciar la desnudez tras los fastos, el humo, tras el encanto. Infinidad de mujeres y hombres de pensamiento libre han pagado caras sus conciencias y sus coherencias.
Con todo, ser librepensador, entender que los seres humanos debemos usar nuestras facultades intelectuales y emocionales con autonomía, tampoco es como vivir en un confortable jardín. El buen saber y el mejor sentir no se adquieren, ni fácil, ni seguramente. Más allá de las acomodadas certidumbres y las conductas convencionales está la intemperie y el extrañamiento. El filósofo de la Grecia clásica, Platón, expresaba en el mito de “la caverna” el desconcierto de pasar de las sombras a la luz, de las apariencias a la realidad.
Ir cara al viento y sin resguardarse del sol, no es fácil. Los seres humanos somos finitos y limitados, la omnipotencia y la infalibilidad –bien lo sabemos- están fuera de nuestras capacidades. Por eso, tan a menudo, preferimos el consuelo al conocimiento. Y, por eso, la alienación es, tantas veces, consentida… Entre la opresión y la impotencia ¿qué nos queda?
Queda no mantenernos en un estado de infantilidad culposa; queda no ponerse dramáticos con el irreductible hecho de que nacemos y morimos solos y únicos; queda intentar vivir ese instante continuo en el que experimentamos nuestra existencia disfrutando de la fruta, aunque haya que esforzarse para obtenerla, y, sabiendo que hay espinas, deleitarse con las rosas.
No vamos a escapar de la muerte. No nos vamos a aclarar, sin esfuerzo, ni con nosotros mismos. No hay garantías de por vida, ni seguros a todo riesgo. Así que, tomemos aliento y, con algo de prudencia, démonos cuenta de que solo nos queda la vida, nada menos que la suerte de estar palpitantes y conscientes. Entreguémonos a la experiencia irrepetible y compartida de ir por el mundo con el pensamiento libre y el corazón contento. ¡Que ya es hora!
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