Cristina Zurita, miembro de la permanente de Unid@s se puede
{mosimage}El candidato a la alcaldía de São Paulo en 1957, Ademar Bastos, tenía como lema de campaña «Ademar rouba, mas faz», Ademar roba, pero hace. Se cuenta que el político liberal, Práxedes Mateo Sagasta, comentó durante un acto: «Ya que gobernamos mal, por lo menos gobernemos barato». En el actual clima de desafección política parecemos movernos entre estos dos extremos.
El debate sobre el sueldo de los políticos no es nuevo. Como todo en la vida, los griegos lo discutieron antes: hace 2500 años, concretamente. En los primeros tiempos de la antigua Atenas sólo los ciudadanos más ricos, propietarios de tierras, se ocupaban de los asuntos políticos. Entonces Pericles pensó que era necesario fijar un salario público para todo aquel que desempeñase un cargo y que así nadie quedase excluido de la política por ser pobre. Además estableció una paga a los trabajadores como compensación por el trabajo perdido por ir a la Asamblea. La medida fue utilizada por sus críticos para atacarle, entre ellos el mismísimo Platón, quien declaró que Pericles había vuelto a los atenienses perezosos, charlatanes y ávidos de dinero. Aunque Platón y su caverna se ganaron un merecido puesto en el temario de Filosofía de bachillerato de las futuras generaciones de escolares, en este asunto se le hizo caso a Pericles. En las sociedades modernas todos están de acuerdo en que no hay verdadera democracia si sólo los ricos pueden acceder a la política y se ha dispuesto que sea una actividad remunerada. En contrapartida, hay que lidiar con un cierto número de perezosos, charlatanes y ávidos de dinero que, como previó Platón, inevitablemente se acercan a las instituciones.
Apelando a la conciencia de clase, es moralmente exigible que los cargos electos de la izquierda tengan un sueldo acorde al entorno y a la responsabilidad asumida, quizás equiparable al de un empleado público de nivel equivalente, y esto es lo que se ha venido haciendo hasta ahora sin demasiada alharaca. Con la llegada de la llamada crisis ha vuelto con más fuerza el debate de los sueldos, en parte como respuesta lógica a años de abusos e ineficacia, y en parte, — y esto es lo peligroso—, como pieza dentro de un mecanismo general de devaluación del trabajo remunerado. Por eso no es extraño ver cómo, últimamente, los que más interés tienen en el salario ajeno son precisamente quienes más han abusado del sistema. Lo que en teoría puede parecer una medida popular (bajar los sueldos porque al-menos-tienes-trabajo) encierra una lógica tremendamente reaccionaria. Porque los trabajadores tienen únicamente su fuerza de trabajo. La cuestión se explica mejor con un ejemplo: alguien que cobre 900 euros mensuales llegará con dificultad a fin de mes, no digamos ya si tiene cargas familiares; sin embargo, a otra persona que viva en un piso que, supongamos, le ha cedido su tía abuela (quien además paga el IBI, el agua y la luz), use el coche que le regaló su padre cuando lo cambió por un modelo nuevo, y cobre además una renta por la explotación de una empresa familiar, le parecerá un salario estupendo. Moraleja: desconfía de quien hable de bajar los sueldos porque probablemente disponga del suficiente patrimonio e medios alternativos como para que una eventual disminución de los ingresos por rendimiento del trabajo no le afecte demasiado.