Francisco González Tejera
{mosimage}Estaban muy rabiosos porqué desde Capitanía General ordenaron que pararan unas semanas los asesinatos en la Sima de Jinámar, ya que era vox populi en la isla de Gran Canaria, lo sabía todo el mundo, que cada madrugada arrojaban al agujero volcánico a cientos de hombres. Eufemiano le propuso al Conde de la Vega que había que tirarlos al mar, cambiar la metodología del crimen de estado, usando también pozos de cada rincón del laberinto isleño. Se hacía necesario, dijo el empresario tabaquero, quitar de en medio a toda aquella escoria de rojos y masones en el menor tiempo posible.
Por unos días no había movimientos nocturnos por la Sima, sus vecinos solo escuchaban los lamentos, los gritos de sufrimiento de quienes se habían quedado malheridos, colgados en las repisas del abismo de lava seca. Solo algún familiar de las personas asesinadas rondaba como fantasma del alba, en silencio, con cuidado de no ser identificado por los falangistas, por los guardias civiles que controlaban su acceso.
A la semana del cierre provisional se reunieron en la casa de campo del cura de Telde en Lomo Magullo, allí estaban todos, desde Eufemiano, los hijos del Conde, los millonarios ingleses, el capitán Soria, el hijo de la Marquesa, dos hermanos de los Betancores, un sobrino de los Melianes, el párroco de San Juan tenía preparado el sancocho, varias cajas de botellas de ron, vino de El Monte y cerveza, fueron llegando coches negros muy lujosos, camionetas de Falange y el ejército, en menos de media hora no cabía la gente, mientras los vecinos miraban asombrados, nadie se atrevía a salir a la calle, sabían que eran asesinos, que estaban matando en esos meses a miles de hombres justos, por el único delito de pensar diferente, sindicalistas, miembros del Frente Popular, gente buena, gente sana, que no había hecho nunca daño a nadie. Los vecinos, las vecinas del pago miraban desde las ventanas y puertas entornadas con asombro.
Se escuchaban muchas voces, el discurso de Eufemiano, los vivas a Franco, a la Falange, la bendición del sacerdote, su voz ronca de fumador empedernido hablando de “la infinita misericordia de nuestro señor Jesucristo que nos da fuerza en esta Santa Cruzada”. El jubilo generalizado, los brindis y las borracheras entre risas, carcajadas ante las bromas generalizadas, una inmensa felicidad vestida de azul y negro, entre galones, boinas, correajes y pistolas al cinto.
Cuando ya la cosa estaba ardiendo y todo olía a ron y vino, a pescado salado, a mojo verde y carne asada, alguien tocó la campana de la puerta, una mujer vestida de negro, más mayor para los años que tenía, todos miraron, era la madre de Julio Rosas, el joven cartero de Tirajana, desaparecido hacía dos semanas. La mujer se plantó en la entrada muy seria. –¿Da su permiso mi amo? Solo es un momento, -le dijo con los ojos llorosos a uno de los hijos del conde- El joven hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. La mujer entró despacio, era pequeñita, apenas metro y medio de altura, un pañuelo marrón-oscuro en su cabeza, repleta de arrugas, llegó a la altura de la parrilla, varias risas de los fascistas, uno haciéndole muecas por detrás sin ella darse cuenta, caras de burla y sonrisas. –¿Saben dónde está mi hijos señores? Hace dos semanas que no sé nada, desde que ustedes se lo llevaron de mi casa de madrugada, -dijo hablando con una voz perdida, rota, triste, impregnada de lágrimas en casa silaba-
Un silencio como de siglos se hizo en la estancia, hasta la parranda que tocaba el timple se detuvo por un momento, todos los hombres miraban a aquella insignificante mujer, una madre, la madre de un pueblo masacrado, vilipendiado, asesinado por un terror añejo, que venía de los tiempos de la sanguinaria conquista de las islas.
La mujer no se iba, nadie contestaba, solo el capitán Soria, el joven militar teldense se levantó de su silla y le puso un brazo por encima a la señora –Márchese si no quiere tener problemas usted también, -dijo con un tono conciliador- Mercedita Valido lo apartó con un grito –No me toques asqueroso, tu eres uno de los que se lo llevó, yo quiero a mi hijo ahora, díganme donde lo puedo encontrar, -hablaba y lloraba a la vez, mientras el militar la agarró por el cuello y le dio una fuerte bofetada. La pobre Mercedes cayó al suelo con el labio partido, se secó la sangre con la manga, miró a los hombres y se levantó taciturna, tambaleándose atravesó la puerta de la casa del cura, volvieron las risas, las ironías, ella se paró en el portal, los miró de nuevo, no dijo nada, solo salió calle abajo, por la empedrada vía que iba para el Barranco de Los Cernícalos. En la curva la esperaba una de sus hijas, Alicia la abrazó, también vestía de negro, las dos caminaron abrazadas hasta perderse sin hablar tras la valla de la finca de tomateros, más arriba comenzaba la parranda de nuevo, los timplistas y guitarristas reanudaron la fiesta, la música canaria, entre vivas a España y al glorioso Movimiento Nacional.
http://viajandoentrelatormenta.blogspot.com.es/