{mosimage}Antonio Hernández Rodríguez
La máscara de las fieras. (C. Marx)
Kunduz, estribaciones del Himalaya afgano. Dos de la madrugada. Los médicos duermen
con el cansancio acumulado por trabajos sin medios,
horarios infames, heridos sin causa.
No preguntan quiénes son, de dónde vienen o si son combatientes.
Sólo ven rostros deformes de dolor, miembros rotos al final de cuerpos inmóviles, trasiego de órganos bajo un sol de justicia. Aparece la humanidad bombardeada que sólo pide paliar el dolor, recuperar la sangre perdida, en última instancia, vivir.
Y el contrapunto, medicina que alivia, herramientas que cortan la vida para que siga la vida, ojos, manos, músculos que tiemblan al latido del corazón. El dolor de dios, las diferencias monoteístas tienen un solo grito, el de la litera compartida, la compasión por lo nacido, la fe con la que curamos, la risa con la que amamos el presente y queremos construir el futuro.
Pero los tecnólogos de la muerte, los obscenos bárbaros sin memoria, sin nombre bautismal, sin consciencia, bombardean de noche el hospital con bombas de racimo, -trágico diseño el de las uvas- balas trazadoras, artilugios reforzados contra la vida que amamanta, contra la ternura recostada en colchones pobres, contra toda civilización que merezca ese nombre. Kunduz, al norte de Afganistán, estribaciones del Himalaya. Veinticuatro personas muertas, otras más, heridas.
Los medios de salvar la vida apagados en fuego, los rostros de la Historia transformados en máscaras de fieras imposibles. Está prohibido acoger, no se permite curar o nacer.
Sólo podemos morir en nombre de dios, de la civilización de la tecnología que inventaron para sembrar dolor, acoger el silencio, matar la música, aniquilar la fiesta alegre de la vida que sigue pariendo a contrahecho.