Francisco González Tejera
{mosimage}Desde que llegó a la Casa del Niño en el Paseo de San José el pequeño Manolo no hablaba, se orinaba en la cama cada noche con nueve años, enseguida Sol Amparo se dio cuenta del inmenso trauma, lo protegió del maltrato como solo ella sabía, habló una mañana en el Mercado de Vegueta con una vecina del chiquillo en el barrio de La Isleta, le dijo con miedo que “Manuel lo vio todo, que presenció la violación múltiple por los falangistas de su madre y hermanas, el ahorcamiento de su padre en la rama más alta de la vieja higuera del patio”.
Manolito no salía de su ostracismo, se pasaba el día solo en el patio, en las clases no interactuaba, miraba al vacío, el gordo profesor Castro le gritaba cuando Amparo no lo tenía cerca, lo humillaba, incapaz de captar su tristeza le ponía orejas de burro, obligándolo a arrodillarse en el rincón de los castigos con libros en las manos abiertas: “¡Burro!” le gritaba, mientras sus compañeros miraban asombrados, todos hijos de represaliados del franquismo, de padres asesinados, fusilados o desaparecidos por las “Brigadas del amanecer”. Chiquillos tristes, condenados a sufrir el encierro hasta los 18 años, a vestir los ropajes de Falange, asistir a sus ceremonias patrióticas, a un lavado de cerebro orquestado por la Iglesia Católica en el criminal régimen franquista.
Amparo Rodríguez García, la monja de Juncalillo, “el pueblo de los curas”, cerquita de Artenara, la cumbre de Gran Canaria, la sufrida isla donde los fascistas se ensañaron cometiendo miles de asesinatos, en un humilde lugar donde casi no hubo resistencia al golpe de estado del 36, la bella ínsula donde la sangré corrió por cada rincón de su geografía.
La religiosa de extracción humilde, hija de jornaleros, de campesinos que sufrían el caciquismo de una oligarquía criminal, que ejercía el derecho de pernada, que abusaba y trataba como esclavos a sus padres, no tuvo otra salida que seguir la recomendación de Don Luís el obeso cura de Galdar, que un día fue a buscarla a su casa, habló con su padres y les recomendó la conveniencia de que su niña se fuera al convento de clausura de Teror, que sería una salida a su terrible situación económica, que allí al menos comería, que podría ser una santa como Santa Teresa, una santa canaria, una hija del pueblo, de los explotados de la tierra.
Sol Amparo nunca encajó en la dinámica de la Casa del Niño, nunca compartió el maltrato físico y psicológico que allí se ejercía día tras día, ella se encargaba de la cocina, de que el rancho se sirviera a tiempo, de “los suspiros”, el dulce que le enseñaron en “El Cister”, cuando pasó aquellos años de oscuridad encerrada en la sucia celda con el camastro sin colchón, los madrugones, la flagelación obligada, los baños con agua fría a las cuatro de la mañana, los abusos sexuales de la madre superiora, aquella toledana que se metía en su cama, que la obligaba a hacer cosas que ella desconocía, que le hacían sentir un asco indescriptible.
Manolito cuando la veía se acercaba a ella, le gustaba que le acariciará la barbilla, que lo tratara como lo trataba su pobre madre asesinada aquella noche de agosto en la calle Faro, las terribles escenas de los abusos de los hombres de azul con sus hermanas Julia de 12 años y Enriqueta de 15, el momento en que colgaron al hombre que más quería, la noche del terror desde la que deseaba morirse, la que le cerraba las cuerdas vocales cuando quería articular palabra, el derrumbe de su adorado universo, el olor a pescado salado de su padre cuando llegaba de la factoría de la Cicer, el bello ambiente familiar que vivió desde que nació aquella noche de septiembre.
Todo había desaparecido de repente como si alguien siniestro con una varita mágica hubiera destruido la esperanza, el chiquillo jamás podría asimilar lo que vio, el olor a ron de caña de los falangistas, las burlas, los golpes, la amenazas, ese momento brutal cuando sacaron a sus hermanas de las camas, cuando les rompieron los camisones, cuando pusieron a su madre atada en la cama y fueron pasando uno a uno, los gritos de terror, los gemidos, las risas de aquellos demonios sin escrúpulos para destruir lo que había sido una familia humilde y feliz.
Una tarde de diciembre se lo llevaron, Sol Amparo se opuso, pero no pudo hacer nada: “El niño es subnormal está claro”, dijo Don Domingo, el anciano cura de San Telmo, “Hay que llevarlo a Tenerife al centro de los idiotas”. La monja trató de pararlos, dijo que ella se encargaría de cuidarlo, de educarlo, pero fue imposible, lo sacaron en el viejo coche de los “Betancores” hacia el correíllo en el Puerto de la Luz, nunca más se supo de Manuel, la humilde monja rezó cada noche por el varios “Ave Marías”, la rutina impregno cada jornada del centro de menores, su cama quedó vacía, al poco fue ocupada por otro niño de padre anarquista, uno de los asesinados del incipiente “maquis” de La Palma.
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