Francisco González Tejera
{mosimage}Era el 9 de agosto de 1936, víspera de la fiesta de San Lorenzo, cuando los voladores se mezclan con el estallido remoto de las perseidas alumbrando el cielo nocturno, la gente desde mediodía salía caminando por el “Camino viejo” hacia el pueblo maldito, donde hasta hacía pocos meses había un gobierno municipal con mayoría absoluta del Frente Popular.
Quedaban pocos días para su detención, en menos de nueves meses iban a ser fusilados en el campo de tiro de La Isleta, pero esa noche era especial, la lagrimas del santo inundarían las escasas nubes de un verano terrible, donde muchos de sus vecinos y vecinas sufrían las torturas de los fascistas, registros interminables en las humildes casas de los perseguidos, los golpes, las violaciones de mujeres y menores por falangistas, guardias civiles, militares y miembros de la corrupta y criminal oligarquía canaria.
El viejo municipio estaba ya pagando ese agosto sangriento por tener tanta dignidad, el precio de haber votado masivamente a la izquierda en las elecciones locales, a los hombres y mujeres que defendían los derechos sociales y civiles, que se enfrentaban a los palos y pingas de buey de los temibles encargados de las haciendas, que obedeciendo órdenes de esas familias de la corrupta nobleza, se dedicaban a reprimir junto a la Guardia de Asalto cualquier asamblea, cualquier movilización que exigiera mejoras en las condiciones de vida de un pueblo semi esclavo.
Desde las cuevas del Acebuchal en La Milagrosa, parte de los evadidos escucharían esa noche los fuegos artificiales, no se atreverían a salir, ni siquiera a encender un cigarro por si alguien desde la distancia los distinguía, acurrucados unos contra otros como animales heridos esperarían el amanecer, la esperanza de que el golpe de estado no triunfara en el resto de España, que los esbirros del yugo y las flechas no los encontraran, que la noche fuera leve, como las noches de amor con un cuerpo perfumado de sudor y magnolias abrazado, como esa oscuridad callada donde solo los besos y las caricias remueven la nebulosa de los sueños.
Nada bueno iba a suceder, los hombres y mujeres lo sabían, el cielo aquella noche no traía nada bueno, un sortilegio de dolor, el aullido de los perros barruntando muerte, un intenso olor a sangre, a matanzas, a celebraciones en las casas de los señores que triunfantes abrazaban el nuevo régimen que se imponía en las islas, que tras una guerra acabaría masacrando a más de medio millón de personas en todo el territorio nacional, la piel suave de la esperanza se deslizaba hacia el abismo.
Las cuevas en barrancos y montes refugio de hombres, de alguna mujer rebelde, estremecedoras heroínas del pueblo, sin armas, sin posibilidad de combate en las mismas condiciones, mientras algunos maldecían la vergonzosa decisión del Gobernador que se negó meses antes del golpe a repartir armamentos entre la clase trabajadora isleña, la nula resistencia, solo un par de pistolas en la Casa Consistorial de Tamaraceite, la dinamita del Ayuntamiento escondida por el chiquillo Valencia en el barranco de la piconera de Casa Ayala, la nada, la tristeza, el dolor, el sabor de las eternas batallas perdidas.
Luego tras la noche de San Lorenzo vinieron los chantajes, las detenciones de familiares de los evadidos, los mensajes de que si no se entregaban asesinarían a los seres queridos, las capturas masivas en barrancos inundados de tricornios y ropajes azules, hombres rodeados que se entregaban, que eran golpeados salvajemente antes de llegar al cuartelillo del pueblo, mujeres republicanas violadas en remotos caminos de tierra, la imagen imborrable de aquellos héroes encadenados, caminando escoltados por fascistas armados hasta los dientes, golpeándolos, heridos, con las caras desfiguradas, mujeres rapadas, las dos maestras del pueblo, casi desnudas, avanzando sin rumbo con las manos atadas hacia la improvisada comisaría, al centro de tortura junto a la iglesia.
El nueve de agosto la gente todavía sigue yendo a San Lorenzo masivamente, al masacrado municipio donde un día brilló la esperanza y las ansias de emancipación. Casi nadie sabe lo que sucedió a partir del 36 en ese rincón de la antigua Tamarán. Los gobernantes herederos de los asesinos han tenido cuarenta años para tapar todo.
En 2015 las niñas bisnietas de Juan Ernesto Gopar Ramírez, esperan en la azotea por los fuegos, las tracas, las violentas explosiones, los colores en el cielo, sus familiares hacen un asaderito con papas arrugadas en la casita de El Román. El viejo comunista murió el año pasado después de doce años de Alzheimer, está enterrado en el cementerio junto a la cantera, una pequeña foto de una bandera republicana y una estrella roja fue colocada por un ser anónimo en el nicho. Evita y Lucía miran al infinito, son casi las doce, hace un poco de frío, extrañamente es una noche de lluvia en el apogeo del verano.
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