Xavier Aparici Gisbert, filósofo y emprendedor social.
{mosimage}Se cumplen veinticinco años de “la caída del muro de Berlín”. Las conmemoraciones recuerdan el arrojo que, entonces, tuvo parte de la ciudadanía de la zona este de la dividida capital alemana, al proceder a cruzar los pasos fronterizos, sin pedir permiso y sin papeles.
Este arriesgado suceso de expresión democrática, facilitado por la inacción de las fuerzas armadas, tuvo la afortunada consecuencia de contribuir a precipitar el colapso de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, incluida, la Alemania Oriental.
Entonces, casi todo el mundo, lo tuvo claro: el “Socialismo real”, practicado en los países de la URSS, era enemigo de la Democracia. La igualdad, el supuesto valor máximo en esos estados, en la práctica encumbraba a una élite político-burocrática, que prosperaba entre privilegios y prebendas a costa del pueblo, sometido a un régimen policial disciplinario y a unas condiciones de vida austeras.
Hoy, tras un cuarto de siglo de capitalismo triunfante y -ya sin restricciones- globalizado, hay que reconocer que, tras la pantalla de la libertad, lo que, para la base de la pirámide social, tenemos es un paisaje igualmente amedrentador y sombrío. Pues el “Capitalismo real” provoca, amplificados, similares efectos al estatalismo totalitario. También, es antagonista de la Democracia: promueve, asimismo, inmunidades y enriquecimientos desaforados para las élites de poder, y desamparo y represión para la ciudadanía de a pié.
Al igual que decían, entonces en el bloque socialista, los voceros del sistema actual insisten que “esto es lo que hay” y que “afuera” todo sería peor. Pero, para los demócratas, para los que defendemos que el protagonista de la historia política debe ser el propio pueblo, queda la fraternidad, la solidaridad generalizada. Partiendo, como partimos, de condiciones estructurales y fácticas de poder, históricamente, desequilibradas y no equitativas, la igualdad y la libertad -por separado y ajenas a la solidaridad- engendran monstruos: estados policiales y oligarquías corruptas.
El lema de las revoluciones modernas, “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, sigue vigente y continúa inédito. A pesar de los interesados tópicos, la historia no se repite, en todo tiempo y cada nueva generación, hay mucho por hacer. Y las cosas no son siempre igual, pues, para bien y para mal, nunca ha habido un número mayor de seres humanos viviendo en una Tierra con tantas problemáticas, riesgos e incertidumbres medioambientales y sociales.
Hoy la solidaridad nos manda erradicar, de nuestras prácticas y de nuestras vidas, la manipulación, la explotación y la opresión entre congéneres. Hoy la solidaridad nos obliga a ser sostenibles, a no comprometer las condiciones básicas de subsistencia digna de las generaciones jóvenes y venideras. Este mandato y esta visión son los mimbres para un activismo social, firme y pacífico, que ya se torna urgente.
Pues, frente a tanta alienación, necedad y violencia, nos queda -siempre ha estado ahí- el cuidarnos con lucidez y generosidad; el compartir los esfuerzos y los frutos, para hacernos, unos a otros, mejores, poco a poco; el siendo lo más iguales que sea conveniente y lo más libres que sea posible, darnos la paz y la esperanza de que un mundo solidario es posible. Si lo queremos suficiente y bastantes.
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