Xavier Aparici Gisbert, filósofo y emprendedor social
{mosimage}La desafección, la irresponsabilidad y la indecencia de las élites de poder se muestran en la podredumbre de la corrupción, un auténtico cáncer que ataca los fundamentos de cualquier país que se pretenda democrático en su gobierno, seguro en lo jurídico o eficiente en lo mercantil. En el Estado español la generalización de las prácticas corruptas en las distintas Administraciones públicas viene de lejos: la usurpación de las instituciones políticas y el incumplimiento de su ordenamiento, favorecidos por una infame ley del silencio sobre el funcionariado, son la norma.
No es por casualidad que el sistema judicial, el responsable directo de poner coto a las corruptelas, esté coaccionado desde arriba, burocratizado por dentro y maniatado por la escasez de recursos para intervenir.
Así, la impunidad, la desidia y la opacidad se retroalimentan para permitir el surgimiento de las dobles varas de medir y de los jugadores de ventaja. La corrupción es devastadora no solo porque privilegia a los deshonestos y sus redes clientelares. También, provoca la desacreditación y la marginación de las conductas responsables. E impone dilaciones injustificables, atajos ilegítimos y costes “bajo la mesa” sin fin a los administrados. No obstante, con la gran crisis el orden de picoteo y el reparto de las mordidas y favores, propios de las dinámicas corruptas, se han extremado y restringido, de tal modo, que han empezado a aflorar hasta los cadáveres de los armarios de “los grandes” de la política, la economía y la cultura. Ello ha permitido hacer ver que el mal, lejos de ser un asunto menor y de pillos excepcionales o de poca monta, tiene un alcance sistémico.
¿Cómo ha sido posible que crezca y se perpetúe la corrupción a despecho de leyes y controles? ¿Son las corruptelas propias de la condición humana? Desde luego, ya sabemos que la corrupción es humana, muy humana y con una gran raigambre. Pero, lo que se suele ocultar es que, lejos de ser natural, este fenómeno de abuso y expolio está claramente vinculado a estructuras de poder altamente jerarquizadas y asimétricas: para ser corrupto hay que tener poder y, como más poder se tiene, más ventajas se pueden obtener de ello.
Como estamos viendo, no solo en las dictaduras “oficiales” los políticos, los empresarios, los funcionarios y los ciudadanos principales están involucrados en la corrupción. El sistema alcanza a muchas de las democracias representativas. Pues, éste es un problema propio de modelos sociales jerárquicos, donde los intereses de la generalidad de la población son llevados por entidades y personas que no comparten la suerte, las inquietudes y las responsabilidades comunes, es decir, son heterogestionados.
Aún hoy, soportamos ese modo de entender la autoridad que excluye los deberes y mecanismos de rendimiento de cuentas de quienes mandan. Como en los cuentos de antaño, se pretende que la excelencia del cargo o la relevancia de la función acompañaran a la persona por razón de su sangre, su clase o sus condiciones extraordinarias. Lo que sí son condiciones humanas naturales son la posibilidad de equivocarse y ser proclives al abuso y al parasitismo.
Por todo ello, necesitamos un cambio de modelo hacia la autogestión comunitaria, donde las personas, de toda condición, podamos ser tan autónomas y libres como sea posible y tan solidarias y responsables como sea necesario. Mientras tanto, mientras existan las élites de poder, la corrupción permanecerá, para desgracia general.
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