Santiago Pérez
{mosimage}En los países que han establecido su sistema político sobre los valores, principios y procedimientos y garantías jurídicas de la democracia constitucional, como ocurre con el Estado social y democrático de Derecho definido por la Constitución de 1978, hay dos cosas que no deben hacerse: quebrantar la Constitución, que contiene la ordenación fundamental del sistema político y jurídico, es decir del modelo de convivencia; o pretender que la Constitución suministre soluciones que no puede proporcionar.
Afirmaba G. Jellinek, uno de los más lúcidos exponentes de la Teoría del Estado del siglo XX, que “…el Derecho no tiene jamás fuerza para determinar, en los momentos críticos de la vida del Estado, la dirección de su camino”.
El sistema político que se fue consolidando desde la aprobación de la Constitución de 1978, cimentado en principios de libertad, de democracia, de Estado Social, ha tenido como una de sus dimensiones claves la descentralización política del poder estatal, como fórmula idónea para compaginar la unidad política y la diversidad de la sociedad española, promoviendo la solidaridad entre las personas y los territorios como amalgama imprescindible.
El nacionalismo periférico ha jugado desde el principio con la ventaja que le brindó el sistema electoral pactado al inicio de la Transición y constitucionalizado después casi íntegramente. Un sistema electoral que ha venido penalizando, al propio tiempo, a los partidos de ámbito estatal y electorado disperso (V. Blanco Valdés) como IU, UPyD o probablemente Podemos, que debieran jugar el papel de bisagra o de alternativa recambio al bipartidismo en nuestro sistema parlamentario, de modo que contribuyeran a la defensa, desde su propia perspectiva, de los intereses generales de España y de los españoles.