Antonio Morales. Alcalde de Agüimes
{mosimage}Desde hace más de diez años escribo y publico un artículo cada semana. Me lo he impuesto como una obligación, como una responsabilidad que no quiero eludir. Porque no me apetece ser un testigo neutral de lo que está pasando. La cierta presencia pública que me otorga ser alcalde de Agüimes y la amabilidad de este medio de comunicación me permiten un diálogo constante con la ciudadanía.
Sin embargo, aunque pueda no parecerlo, es un alegato esperanzado. Deja siempre puertas abiertas porque cree en el ser humano y en su capacidad para romper ataduras. En personas que gritan como Bertold Brecht: “Me dicen: “¡Come y bebe¡ ¡Goza de lo que tienes!”/ Pero ¿cómo puedo comer y beber/ si al hambriento le quito lo que como/ y mi vaso de agua le hace falta al sediento?” Estoy convencido de que cada vez hay más ciudadanos decepcionados que están dispuestos a tomar las riendas de su futuro, que defienden una democracia sustentada en valores éticos y en la participación real de la gente en la toma de decisiones trascendentales para la colectividad. Que asumen la responsabilidad de reinventarla, de no permanecer impasibles. De hacer posible lo que planteaba el revolucionario francés Condorcet: “Nuestras esperanzas sobre los destinos futuros de la especie humana pueden reducirse a estas tres cuestiones: la destrucción de la desigualdad entre las naciones, los progresos de la igualdad en un mismo pueblo y, en fin, el perfeccionamiento del hombre”.
Para entrar en materia recurro a dos frases de Guy Hermet y Vidal-Beneyto. El primero habla de que estamos ante el invierno de la democracia y llegando a otra era política: a una posdemocracia que ya está aquí, de incógnito. El segundo afirma que la democracia se ha muerto de apatía y de frustración, y que con los cadáveres solo caben dos cosas, enterrarlos o resucitarlos. Ese es el reto que propongo.
Si decidimos pelear por resucitarla debemos ser conscientes entonces de que la desdemocratización que vivimos tiene que ver con el neoliberalismo que pretende desmantelar lo público para privatizarlo todo y para anular a los gobiernos elegidos; que lucha por desregular la economía y los mercados para eliminar el control público; que impone ajustes y recortes aniquilando derechos y libertades; que ataca directamente a la justicia fiscal evadiendo cada año miles de millones de euros a lugares fabricados ex profeso para no contribuir a la justicia social; que socializa las pérdidas de un capitalismo insaciable que nos acusa de haber vivido por encima de nuestras posibilidades. La crisis como excusa para acabar con el estado de Derecho y el estado de Bienestar. Como pretexto para atacar las libertades públicas y la educación, la sanidad, los servicios sociales y el derecho a la existencia que ya planteó Robespierre en 1794 y que no se puede garantizar con la lacra de la pobreza y la desigualdad que avanza como una epidemia sin control.
La crisis que da pábulo a los poderes salvajes que persiguen la depresión del espíritu público (Ferrajoli) y la dignidad de las personas para disgregar a la sociedad. Para propiciar el desafecto y la desconfianza que provocan en la ciudadanía la política y los políticos; para perseguir la destrucción de la política como instrumento para generar sueños colectivos y mantener el interés por los asuntos comunes; para alimentar la impotencia y llamarnos a salvarnos solos, santificando el individualismo.
La crisis como coartada para la incentivación de un pensamiento puramente contable y economicista que contribuye a crear ciudadanos sumisos, puras máquinas utilitarias y productivas sin capacidad de pensar, de debatir, de ser críticas. Del recurso a la mentira que aniquila las libertades públicas. Del ataque a la verdad que se destruye al mismo ritmo que lo hace la democracia. Que se corrompe tanto con la mentira como con el silencio. Del miedo que nos han ido inoculando poco a poco y que se ha convertido en el principal instrumento para convencernos de que debemos asumir lo que nos impongan. Para acostumbrarnos a vivir peor y a aceptar la tiranía y la dominación. El miedo como aliado natural del poder.
Y tiene que ver con más cosas. Indudablemente tiene que ver con la corrupción que se ha encriptado en las entrañas del poder. Que se ha convertido en estructural y en fuente de iniquidad social. Y que está relacionada y mucho con la financiación de los partidos. Y con la permisividad social. Y con la pérdida de valores. Que necesita instituciones sólidas y una ciudadanía tenaz para combatirla. Y tiene que ver con el bipartidismo fracasado que se pone al servicio de las élites económicas. Que se retroalimenta irresponsablemente porque le puede el instinto de su propia supervivencia frente a la del conjunto de la sociedad. Y con una socialdemocracia que se diferencia de la derecha apenas en políticas simbólicas. Que copia a la derecha en actitudes y comportamientos. Y, para más inri, con una izquierda perdida, aturdida e incapaz que anda por ahí peleada y dispersa. Y con una monarquía anacrónica, opaca y salpicada por la corrupción. Acomodada y garante del sistema… Se produce entonces una crisis institucional que debilita a los sindicatos, a la justicia, a los parlamentos, a los partidos políticos… E intentan también domeñar al municipalismo, el espacio con más capacidad para fomentar la cohesión social y frenar el desarraigo; el más competente para dar respuesta a los problemas. Y empieza a reafirmarse en todo el continente la vieja peste parda que antecedió al fascismo y el nazismo y que se nutrió de una profunda crisis económica, social, política y ética.
No cabe pues otra cosa que luchar contra la indiferencia. Contra la pasividad como mal social. De actuar con congruencia si pensamos que algo va mal, como plantea Tony Judt. Romper con la indolencia y el respeto cobarde de los hechos que nos hacen daño. Porque si los ciudadanos no defienden el sistema de gobierno del que son responsables, lo pueden perder irremediablemente y porque aceptar sin cuestionamiento lo que nos imponen para limitar la democracia nos convierte en agentes de la injusticia, como plantea Thoreau. Se hace imprescindible, entonces, la movilización social que ocupe las instituciones y que venza la resignación y el miedo. Y, como apuntan los círculos y las convocatorias cívicas que han ido surgiendo en los últimos meses (Camps, Garzón, Cortina, Mayor Zaragoza, etc),para poner en valor la ética como parte inseparable de la política, para defender un cambio en el orden de los valores y recuperar la persecución del bien común, la equidad, la verdad, la cultura de la ejemplaridad, la solidaridad, el esfuerzo, la educación, el prestigio de la política y lo público. Para defender los derechos ciudadanos, el reparto de la riqueza, la lucha contra el fraude fiscal, la corrupción y el poder de la banca, la exigencia de responsabilidades a los que nos han metido en esto, la ilusión por crear una alternativa política y social, la defensa de un nuevo modelo económico que anteponga al lucro sin fin al hombre y la naturaleza…
En los años 78 y 79 vivimos con una tremenda ilusión las primeras elecciones democráticas. 35 años después una nueva dictadura, la de los mercados, amenaza aquella conquista. Debemos recuperar las ganas y el coraje de entonces para combatirla. Son tiempos difíciles, pero no invencibles.