Les urge parar el tiempo mientras ellos se apremian en el saqueo -si las aguas no vuelven a su cauce, al mismo cauce en el que hasta ahora han nadado plácidamente, es mejor no dejar piedra sobre piedra y los cajones vacíos-.
Privatizan sectores estratégicos, especialmente si generan beneficios, como AENA. A golpe de rodillo y de decretos-ley imponen paquetes de medidas donde las reformas destinadas a hacernos más pobres y nuestro empleo más precario, se presentan junto a otras inconexas, cuya única misión es camuflar la pestilencia.
No sienten reparo en sacar al trilero que llevan dentro. Corrompen el lenguaje, hasta el punto de vendernos, como “regeneración democrática”, su intención de legalizar el pucherazo que les permitirá mantenerse en las corporaciones, contra viento y marea, tras los próximos procesos electorales. Sus posiciones e intereses peligran y “lo saben”.
“Ahora lo ves, …, ahora no lo ves”. Para ellos, se palpa la alegría en las calles. ¡La recuperación económica es un hecho! -según sus cuentas-; pero ocultan que esa supuesta recuperación sólo se nota en los insaciables bolsillos de los grandes holdings bancarios y empresariales y que la brecha social ha crecido hasta límites intolerables -España ocupa el primer lugar en el ránking de desigualdad de los países de la OCDE-. Hablan de creación de empleo, pero omiten que en su nuevo mercado laboral competimos por peonadas salvajes que mantienen bajo el umbral de la pobreza a cada vez más gente.
Intentan convencernos de que deben protegernos de nosotros mismos y nos enganchan al cuello una ley de seguridad ciudadana destinada a coartar y criminalizar la libertad de reunión, deambulación, expresión e información -todo en el mismo saco y de un plumazo-.
Se les llena la boca con palabras como democracia o constitución, pero no quieren oír al pueblo y en quince días elaboran leyes para endosarnos cuatro reyes y una infanta en la jefatura del estado.
Nos hablan de futuro y venden nuestro mar a emporios transnacionales que devoran el planeta como si no hubiera un mañana y de puntillas, para no hacer ruido, militarizan nuestras islas -como en el caso de Fuerteventura- porque saben que el petróleo es fiel aliado de la guerra.
Proclaman un mundo libre, pero comparten mantel y mesa con sanguinarios dictadores cuando avistan negocios favorables. Parlotean sobre el indispensable papel de la diplomacia en la resolución de conflictos internacionales, pero intercambian sobres y prebendas con quienes siembran la muerte -que les pregunten a los civiles palestinos, de donde provienen las bombas que llueven sobre sus cabezas en Gaza-.
La sensación de asedio, les lleva a comportarse como víboras, con perdón para el inocente ofidio. En su huida hacia adelante, los que no tenían quien les chistara, se desmelenan y patalean, propinando toda suerte de exabruptos a quienes identifican como los culpables del seísmo que agita sus poltronas. Saben que así no conseguirán detener el movimiento telúrico, pero necesitan generar confusión y parálisis temporal en las conciencias.
Cuando se les inquiere sobre el desolador panorama que han generado, señalan para otro lado: hablan de Venezuela y de los terribles demonios que se abatirán sobre nosotros si seguimos reclamando derechos arrebatados e higiene democrática. Se rasgan las vestiduras y se erigen en adalides de la libertad, pero obvian hacer referencia alguna a los países en los que gobiernan sus amiguetes y en los que se cometen todo tipo de atrocidades: ninguna referencia, por ejemplo, a Honduras, donde decenas de miles de niños intentan escapar masivamente de la barbarie desatada; ninguna referencia, por ejemplo, al vecino Marruecos, que somete al pueblo saharaui al genocidio con absoluta impunidad; o mirando para casa, ninguna referencia a los millones de personas que ellos mismos han condenado a la miseria, arrebatándoles la dignidad del trabajo, la seguridad de un techo o incluso, como en el caso de 2.800.000 menores, la posibilidad de alimentarse de forma suficiente.
Nos tratan como tontos, como a auténticos disminuidos mentales, porque no nos respetan, pero nos temen. Olfatean el cambio; perciben el aceleramiento histórico, pero actúan como la mosca que se golpea insistentemente contra el cristal sin percatarse de que la ventana está entreabierta.