El pacto tantas veces pregonado para la regeneración democrática y contra la corrupción -que apenas apuntaba algunos retoques superficiales en la financiación de los partidos políticos y que se anunció en febrero de 2013- se ha quedado en agua de borrajas. El fiscal general clama en el desierto y denuncia una “legislación insuficiente, enrevesada y con penas no acordes con la gravedad que se demanda por la ciudadanía”, “absoluciones difíciles de entender y sin recuperación del dinero sustraído”, “actuaciones exasperadamente lentas”, “prescripciones incomprensibles” “agujeros negros en la ejecución de sentencias”, “indultos a corruptos”, “falta de medios materiales y personales”…
El 96% de los españoles considera que la corrupción es una práctica generalizada, y muchos medios de comunicación y las tertulias banales tienden a generalizar las acusaciones sembrando dudas sobre todo y sobre todos. La confianza en los políticos se encuentra en su nivel más bajo desde el inicio de la democracia. Y es que los que tienen que hacerlo no asumen responsabilidades y, como plantea José María Izquierdo, se expande como una epidemia la descomunal indecencia del silencio por parte de quienes pueden propiciar las medidas adecuadas para atajar la degeneración que campa por sus respetos en nuestra sociedad: Es incomprensible que nadie pida perdón; que nadie asuma las responsabilidades políticas y morales. Que nadie dimita. La corrupción y el fraude se han instalado en el cuerpo social y amenazan con arrastrar hasta el abismo y subvertir la esencia de la democracia, porque, mientras todo esto se explicita cada día ante la ciudadanía, en este país siguen aumentando la desigualdad, la pobreza, la precariedad laboral, los recortes en la educación, la sanidad y los servicios sociales, la quiebra de la justicia social…
Vivimos en una sociedad de la que se ha adueñado el capitalismo salvaje. En la V Conferencia Mundial de Parlamentarios contra la Corrupción, en la que participaron 78 países, se hizo público que las prácticas corruptas cuestan en el mundo en estos momentos 1.26 billones al año y afectan a 14.000 millones de personas. Para John Kenneth Galbraith, “la corrupción es inherente al sistema capitalista porque la gente confunde la ética del mercado con la ética propiamente dicha, y el afán de enriquecimiento va unido al capitalismo. Es uno de los fallos más graves del sistema”. La competitividad sin límites, la disminución de los controles del Estado, la falta de transparencia y el poder de las élites para empobrecer la política y ponerla a su servicio contribuye al aumento incontrolable de la corrupción sistémica. Es el objetivo último del neoliberalismo: hacer posible un estado fallido donde el mercado sustituya a los valores democráticos. Como señala Tzvetan Todorov, “se caracteriza por una concepción de la economía como actividad completamente separada de la vida social, que debe escapar al control de la política”.
El filósofo francés André Glucksmann asegura que el siglo XXI va a estar protagonizado por una lucha entre la democracia y la corrupción. Me temo que estamos inmersos en esa guerra y que nuestras élites políticas y financieras no tienen clara la opción. Desde luego, no parecen ser ellos los que estén dispuestos a regenerar la democracia.