Xavier Aparici Gisbert, filósofo y emprendedor social.
{mosimage}Estando reciente la coronación del único hijo legítimo varón del abdicado rey, lo que asegura, por vía hereditaria, su acceso a la jefatura estatal, la reivindicación de proceder a una consulta y decisión ciudadana vinculantes, sobre la idoneidad del modelo monárquico o el republicano como forma del Estado de España, cobra una comprensible actualidad. Con el reconocimiento del nuevo rey, la prevalencia de la concepción monárquica y su fundamentación elitista, hereditaria y masculinista, ha quedado confirmada. En el otro lado del espectro, la república, su alternativa, parte del reconocimiento de lo político y sus instituciones como asunto exclusivo de la ciudadanía.
La línea continuista, justificada en lo que se legisló cuando la Constitución de 1978 y la apología de la realeza de sangre, son los ejes fundamentales que justifican la entronización del nuevo rey. Desde luego, identificar lo pasado y lo tradicional con lo obsoleto y caduco ofende tanto a la inteligencia y la sensibilidad como, al contrario, pretender que lo actual y nuevo es lo mejor y más progresista, siempre. Desde la Edad de Piedra, la historia de la humanidad está llena de experiencias y lecciones que sería muy conveniente que los tiempos modernos no olvidaran. La condición humana está ahí desde la noche de los tiempos, no se innova como las convenciones culturales o los artefactos tecnológicos.
Con todo, en sociedades seculares, democratizadas y plurales como las occidentales, no parece muy justificable -como pretenden los incondicionales de la monarquía- la pretensión de que en la figura del rey coinciden tantas excelencias, capacidades y actitudes como para que su persona se distinga y dignifique, tan extraordinariamente, y que esa condición extraordinaria, además, se transmita vía genética y –aún hoy, en el caso de España- para el género masculino.
Para cuestionar pretensiones infundadas y situaciones opresivas, es por lo que la ética y la política ya hace mucho que surgieron. Estas disciplinas son saberes prácticos, centrados en el conocimiento social y la dignidad humana para cuestionar la naturalización del pasado y la tradición: la ética, en la dimensión personal y la política, en el ámbito social. En palabras de Carlos Díaz, “la política aparece una y otra vez bajo la forma de ética cívica pública.”. Desde estos ámbitos, muy a menudo, se ha planteado que la mejor manera de asegurar la estabilidad y la prosperidad de un Estado es contando con la bondad moral y la integridad de sus ciudadanos y ciudadanas. Recíprocamente, un Estado que sea benevolente con su ciudadanía y que asegure prácticas y servicios gubernamentales razonables y ejemplares, es la manera más segura de tener animada y comprometida a la población en el buen gobierno.
Pues el Estado es una institución corruptible y las personas somos falibles y contradictorias. Desde los valores democráticos, la única solución a la atonía social y a los abusos de los poderes fácticos es la concienciación de cada ciudadano y ciudadana en la necesidad de involucrarse en las labores políticas de interés común y no admitir la corrupción como una realidad inalterable que cada cual tendrá que superar individualmente.
Y, en todo esto, y en otros importantes asuntos públicos que nos afectan a todos ¿Qué pinta un rey que, al margen de cómo se gobierne, reina y, además, de por vida?
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