Canarias 7 / 3 de febrero de 2008.- Manuel Mederos. Las Palmas de Gran Canaria. Aunque no lo parezca, el caso Las Teresitas nos contamina a todos y a todos nos hace, de algún modo, responsables. A unos por mirar para otro lado. A otros por implicación directa, por complicidad o por miedo. En la lucha contra la corrupción nos jugamos la transparencia de las reglas del juego. De la misma manera que la corrupción amenaza el sistema de convivencia, corrompiendo las reglas, también lo amenaza el uso planificado de los instrumentos de poder público del Estado de Derecho para vencer a los adversarios políticos. La sociedad tinerfeña merece una explicación de cómo y por qué sus dirigentes empresariales han podido llegar a tan altos niveles de descaro e impunidad. Pero, además necesitamos despejar las sospechas, ya más que evidentes, sobre la utilización de los resortes del poder del Estado para destruir al adversario político.
En el sumario desclasificado por la jueza Bellini, da la impresión de que en Tenerife nadie se paraba en barras para manejas negocios. Desde la filtración de una sentencia del Tribunal Supremo, pasando por la concesión de un crédito de 5.500 millones a un testaferro y a una empresa fantasma, a la manipulación directa de una tasación técnica, y al expolio de los propietarios de la Junta de Compensación de Las Teresitas. ¿Cómo es posible que el presidente de la Cámara de Comercio, el presidente de una importante sectorial, los responsables de una entidad del calibre de Cajacanarias y los responsables políticos no reparan nunca en las formas en las que se estaba gestando un fabuloso negocio en torno a una playa? Tales comportamientos sólo se explican desde la ambición desmedida y desde la impunidad en la que los aledaños del poder se ha movido, hasta el punto de convertir, a algunas de las instituciones políticas, en rehenes y marionetas del poder económico. A la sociedad canaria no le queda otra salida que combatir y rechazar este tipo de actividades.
A estas alturas, el ‘caso Las Teresitas’ no puede ser valorado fuera del contexto general de lo que se ha llamado operación Manos limpias; ni fuera del contexto general del rumbo político en España. Así lo valora una parte importante de la sociedad canaria, que ve con preocupación como frente a la impunidad se ha desatado una especie de cacería política que impide a los ciudadanos precisar dónde está la verdad. Un ambiente que obliga a concluir que unos, la derecha, son los corruptos; y otros, los de izquierda, son inocentes y honrados.
El impulso político de las actuaciones contra la corrupción que ha denunciado el PP y CC en distintos momentos, tiene mucho que ver en un intento de cambio de rumbo en España en esa asociación de nacionalismo radical, socialismo y comunismo. Un cambio que va mucho más allá de las simples reformas constitucionales y que pretende asociar a la derecha a la corrupción, al franquismo o a la amenaza de la ultraderecha reaccionaria.
Esta situación abre la vía a un peligroso laberinto del que nadie podrá responder al final y del que todos podemos ser víctimas particulares o colectivas. En esta espiral, al sentimiento de acoso responden reacciones como la radicalización en el torno del nacionalismo hacia el independentismo. El PP, si el sistema de alternancia sigue funcionando con normalidad, está llamado a gobernar, ahora o dentro de 12 años. ¿Qué pasará si decide mantener los criterios que mueven a a la actual política sobre corrupción? ¿Qué alfombras serán las primeras en levantar? ¿Cuántas instituciones se paralizarán? ¿Cuántas venganzas? La prudencia que exige la convivencia democrática obliga a modular las actuaciones que provienen de todas las instituciones, incluidas las más sensibles del Estado, como lo son las de Seguridad y Justicia. De ellas, la Justicia, en contra de su papel de moderador, arroja más confusión por su falta de pulso. Hoy por hoy los ciudadanos canarios ya no somos capaces de distinguir una condena de una imputación, un juez de un fiscal, un policía de un tribunal de justicia.
Tampoco es de recibo que PP y CC se refugien en la denuncia sobre la manipulación policial que atribuyen a López Aguilar. El ejercicio de la cordura y la sensatez democrática aconseja que utilicen los recursos propios del Estado de Derecho para demostrar las perversiones del sistema que denuncian. De lo contrario, quedará en entredicho, no sólo su inocencia, sino su aportación al buen funcionamiento de las reglas del juego que dicen defender.