“Que todo poder está investido en el pueblo” y que los miembros de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial “deben, en períodos fijos, ser reducidos a la condición privada y devueltos al cuerpo de donde originariamente han salido, proveyéndose las vacantes por elecciones frecuentes, ciertas y regulares”, son principios consagrados en la cultura y en el ordenamiento jurídico de los países occidentales desde que, en junio de 1766, el buen pueblo de Virginia los proclamara en su “Declaración de derechos”. Desde ahí a todas las Constituciones liberales y, más tarde, a las democráticas. Como la nuestra de 1978.